Por P. Fernando Pascual
Una parte del mundo moderno presiona a la Iglesia católica para que cambie, se “actualice”, se acerque al pensamiento dominante de grupos poderosos.
Así, algunos quieren que la Iglesia católica modifique su doctrina sobre el aborto, la eutanasia, los anticonceptivos, el matrimonio, la moral.
Esas presiones, a veces de modo inconsciente, incurren en un grave error: ver a la Iglesia como una sociedad humana como cualquier otra.
¿Por qué se incurre en ese error? Porque se piensa que la Iglesia surge como una agrupación que depende de los hombres, que podrían hacer y deshacer sus idearios y su organización interna como cualquier otra asociación humana.
Por el contrario, la Iglesia no se ve a sí misma como una creación humana, como una religión inventada y organizada desde ideas y voluntades concretas, con sus aspectos positivos y con sus límites culturales o psicológicos.
La Iglesia, de un modo sorprendente, se ve a sí misma como una realidad surgida desde la acción de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, fundada de modo sobrenatural (milagroso), y orientada a una vida eterna que va más allá de los límites humanos.
Por eso, no tiene sentido presionar a la Iglesia para que acepte ideas mundanas, para que se adapta a pueblos concretos o a mentalidades que llegan y que pasan como todo lo humano.
Es cierto que muchos ven a la Iglesia como algo humano, pero no deberían ignorar que la Iglesia no se autoconsidera como una obra de los hombres.
Quienes buscan que la Iglesia cambie, buscan, en el fondo, que se niegue a sí misma, que olvide su origen divino, que se vacíe de cualquier relación constitutiva con Dios.
La Iglesia se autodestruiría si aceptase vivir con ideas y proyectos que van contra lo que quiso su Fundador, Jesucristo, Hijo del Padre, a partir de la acción del Espíritu Santo.
En cambio, la Iglesia católica, en su continuo esfuerzo por ser fiel al maravilloso proyecto del Dios Uno y Trino, no vivirá según la mentalidad de este mundo, como indica un fuerte texto de san Pablo: “no os acomodéis al mundo presente” (Rm 12,2).
Cristo mismo nos recordó que no somos del mundo (cf. Jn 15,18-19), y nos presentó como la sal de la tierra, que no puede convertirse en sosa para no desvirtuar su fuerza transformadora (cf. Mt 5,13).
La Iglesia no puede ceder ante las presiones mundanas que buscan desvirtuarla, vaciarla de su identidad, es decir, destruirla.
Al contrario, la Iglesia, hoy como en el pasado, buscará conservar íntegro el depósito de verdad recibido gracias a Cristo, para ayudar a todos los hombres a descubrir lo único que da sentido a nuestras vidas: que somos amados por Dios, y que tenemos un Salvador que nos invita a la conversión y a crecer, cada día, en el amor.
Imagen de Joanna Gawlica-Giędłek en Pixabay