Por Arturo Zárate Ruiz

No por las críticas, sino por el homenaje debido a Dios, debería avergonzarnos, si es el caso, que nuestros templos sean feos, cuando podrían ser bellos. Aunque es cierto que lo que más busca Dios de nosotros es amor, también le place que, al adorarlo, le ofrezcamos lo mejor, como lo hizo Abel, no las sobritas, como lo hizo Caín.

Para lograrlo debemos cuidar del buen gusto y no disculpar nuestras negligencias con eso de que “en gustos se rompen géneros”.

Aun cuando fuese un aspecto meramente de costumbre, uno espera que un templo lo parezca, no que en un primer momento haga pensar que es una bodega (sobran construcciones religiosas así) o, peor, un salón de baile o una carpa de circo (he allí el santuario más amado de los mexicanos). No es mera costumbre sino función arquitectónica que predominen las líneas ascendentes en el diseño para que eleven más fácilmente el alma de los creyentes.

Hay que evitar las modas perecederas. Ocurre en la ya mencionada Basílica de Guadalupe. Su estilo tan pasó ya de moda que se ve más vieja que la vieja construcción, aun cuando ésta se esté ya cayendo.

Por una mala entendida economía, y un pésimo gusto, se recurre no pocas veces en las construcciones y ornamentos a materiales muy baratos, perecederos y de pésima clase. Evítese, por ejemplo, la decoración con plafones y los obvios plásticos.

Hay características difíciles de conseguir porque las iglesias se tardan en levantar y en la tarea participan muchos diseñadores y constructores. Entre esas características está la unidad de estilo que le brinda coherencia al edificio. Si esta unidad no existiera, como sucede en la magnífica Catedral de México, uno de esos estilos debe imperar de tal modo que enmarque —lo hace allí el herreriano— todos los demás, sean desplantes barrocos o inclusive churriguerescos.

Otra característica difícil es la proporción y orden de sus partes. Hay iglesias que son desmesuradas por fuera y minúsculas por dentro. Si la desproporción se admitiera, debería de ser al revés.

Se debe cuidar también la acústica y la visibilidad, de tal modo que aun quienes están muy atrás escuchen bien la predicación y miren claramente cuándo se consagran las especies sin necesidad de altavoces o de televisores. No entiendo por qué recurren los predicadores tanto al micrófono cuando existen todavía en algunas iglesias los púlpitos, y, cuando si no existieran, pueden reintroducirse; es más, estos predicadores pueden educar su voz para que se escuche hasta en el último rincón.

Hace siglos sólo se tenían algunos asientos para la “gente importante” y permanecía el resto del pueblo de pie. Qué bueno que haya hoy bancas y, si es necesario, sillas para todos y que no se reserven, salvo en ceremonias especiales como las bodas, a personas específicas. Es más fácil escuchar, al menos para los viejos, la predicación si se está sentado.

Lo que en algunas iglesias falta ahora son los reclinatorios para hincarse y adorar el Santísimo. Hay gente que, sin ellos, encuentra pretexto para no postrarse.

Que un falso ecumenismo no implique el infame retiro de las imágenes de los santos. Son ellos nuestros amigos y es costumbre, incluso diaria, de muchos católicos sencillos el ir a saludarlos y platicar con ellos. Dios es un buen Padre que se alegra por el cariño fraterno que se tienen sus hijos, unos todavía aquí y otros ya en el Cielo.

En muchas ocasiones el buen gusto es caro. Aunque en toda su vida como párroco el buen Cura de Ars no cambió nunca sus dos ropas de diario, nunca permitió en lo más mínimo que desmerecieran los ornamentos sacerdotales, del Sagrario, de la Consagración, del templo en sí. Invertía en ellos. Si no se preocupaba por su honor personal, sí lo hacía en honrar a Dios con lo mejor. El voto de pobreza es del sacerdote, no de la comunidad que quiere amar con lo más precioso a su Señor.

En última instancia, un templo bello, es más, muy ornamentado, no es propiedad del cura. No es tampoco, a Dios gracias, propiedad particular de un burgués comodón. Es propiedad de toda la comunidad parroquial. Es, quizás, el único lujo del cual muchos pobres pueden disfrutar en su vida. El mejor lujo, por cierto, porque se lo dedican a Jesús.

 


 

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