Por Arturo Zárate Ruiz

Hace unos días fui a saludar a la Virgen a Ocotlán, Tlaxcala.  Su basílica es una de las más hermosas, no sólo de México, incluso de todo el mundo.  Recordé entonces la importancia de que nuestros templos sean bellos: nos permiten alabar y proclamar, mejor, a Dios.  Con todo, lamenté, en cierta medida, que ahora no nos preocupe mucho el esplendor de nuestras iglesias.  Hay varios factores que pudieran conducirnos a ello.

Uno de ellos es creer en la herejía de iconoclasia, que supone que adoramos ídolos y no a Dios en nuestros templos, por lo cual hay que destruir las imágenes como lo hicieron los protestantes, y matar a quienes las tengan, como los musulmanes.  Ciertamente, los judíos las evitan, pero las han tenido, si leemos en la Biblia, como lo fueron los querubines que guardaban el Arca, y lo fue la vara y la serpiente de bronce de Moisés, para curar a los enfermos. En cualesquier casos, si una foto de nuestros papás no los sustituye en nuestro amor, tampoco una imagen religiosa sustituye a Dios en el culto que le brindamos.  Desgraciadamente, no obsta esto para que, sin necesidad de creer en esta herejía, algunos católicos practiquen un falso ecumenismo, desterrando las imágenes de los templos para acercarse en “diálogo” con los protestantes: llegan aquéllos al extremo de olvidar a la Virgen María para no molestar a éstos; lo que no quiere decir que algunas órdenes religiosas, como la Císter de san Bernardo de Claraval, por la desnudez de sus templos, abracen la herejía; esa desnudez responde a sus austeridades, de ningún modo a censurar el uso de las imágenes en otras iglesias, particularmente las destinadas al pueblo en general.

Otro factor que reduce el esplendor en nuestros templos es no raras veces pensar como Judas Iscariote: ¿por qué no mejor darles el dinero a los pobres?  He allí cuántos critican a la Iglesia por “sus lujos” y, según ellos, por “olvidarse de los pobres”, aun cuando, de hecho, sea la institución que menos se olvida de ellos, si se considera el número suyo de hospitales, de refugios para desplazados, de comedores para los hambrientos, de asilos para los viejos o los desvalidos, de proyectos de desarrollo comunitarios, etc., para no hablar de los auxilios espirituales católicos.

Pero podrían los criticones insistir:  muchas iglesias son demasiado lujosas, ¿por qué no vender tanto arte y, con las ganancias, ayudar aún más a los pobres?

¿Para que se lo queden este o aquel potentado en sus colecciones privadas, cuando ese arte es el único “lujo” que pueden disfrutar muchos pobres? ¿Acaso los pobres no tienen también derecho a las “galas”, más aún cuando son justo suyas, no del cura o del obispo, no de un acaparador que las arrebata y se las lleva a su casa, en lugar de dejarlas en el templo donde reflejan y proclaman apropiadamente la grandeza de Dios? El templo es de todos, no de algún avaro que, tras comprar arte, aunque más frecuentemente adefesios modernos, se imagina tener “buen gusto” escondidito en su bunker.  ¿Es válido entregarles las perlas a los cerdos?  ¿Es válido no saciar la sed de belleza del pueblo de Dios, de tantas almas sencillas que sí saben reconocerla para ofrecer con ella culto al Altísimo?

Un factor más, entre otros, es el “no hay dinero”, o el “hay prioridades”, por ejemplo, construir capillas, aunque sean tejabanes, para llevar a Dios a las colonias más marginadas.  Con todo, eso no quita esforzarse un poco. A una capilla improvisada en un barrio muy pobre le llevé un óleo excelente y enorme de Santiago Apóstol, que me regaló un tío político. Tampoco implica el no pensar a largo plazo.  La Catedral de México tardó en construirse más de tres siglos y aún está inconclusa, pues carece de artesonado en la bóveda si se le compara con la Catedral de Puebla y la Iglesia de San Juan Bautista en Coyoacán.  La Catedral de Matamoros —permítanme un eufemismo— no es bonita, pero ha mejorado con el tiempo. Tal vez, destaque dos siglos después por el arte de sus techos y paredes, y por el esplendor de su fachada.  Un buen guiso tarda en cocinarse.

Imagen por Juan de la Malinche – Own work, CC BY-SA 4.0


 

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