Por Felipe de J. Monroy*

Aparentemente arrinconado en la orilla de un maremágnum comunicativo se encuentra hoy el periodismo católico; ajeno a las obsesiones de éxito y poder que el negocio de la información ha prometido a cada época de la modernidad. Sin embargo, el testimonio que este periodismo ofrece en el caos de la vociferación es luminoso y esperanzador; y trabaja pacientemente para confrontar algo más complejo que cualquier enemigo político, económico o cultural externo: trabaja contra el riesgo de contemplarse a sí mismo como la respuesta, contra la vanidad y jactancia. Trabaja, en concreto, para acompañar con humildad y escucha a las diversas realidades; para servirlas sin prejuicios ni ideas preconcebidas, sin autorreferencialidades, ni lenguajes crípticos o misterios eleusinos.

Como escribió Jaime Septién para invitarnos a reflexionar sobre el periodismo católico en el marco del feliz treinta aniversario de El Observador de la Actualidad, este oficio, que se esfuerza por narrar la realidad desde la mirada e identidad cristiana, está obligado a permanecer “abierto al sistema vital de las ideas de este tiempo” y, al mismo tiempo, requiere asirse de la fe que el encuentro renovado que Jesucristo ofrece a la humanidad “ahí donde está y tal como está”.

La dificultad intrínseca del oficio del periodismo católico, por tanto, es mantener dos aspectos esenciales del buen espíritu: el humor y la confianza en que nuestra contribución no es el remedio en sí, sino apenas apuntes de peregrinos que acompañan y testifican el drama humano con mirada de esperanza y caridad.

Somos testigos privilegiados de un breve instante en la historia de la salvación; limitados narradores y relatores de sucesos que constituyen el arduo caminar de nuestros contemporáneos y de nosotros mismos; y, muchas veces, para hacerlo sin extraviarnos en los laberintos de causalidad mundana, requerimos una dosis extraordinaria de buen humor y confianza en el misterio y el milagro. Sabiendo –creyendo– por otra parte, que ningún abismo está en realidad olvidado.

Como periodistas creemos muchas veces que rescatamos de la oscuridad hasta las más ínfimas parcelas de hechos para ser inscritas en la historia de la humanidad, para analizarlas, diseccionarlas y mostrarlas en nuestros medios; pero, debemos confiar que, para Dios, incluso aquello que no queda registrado para la posteridad del acontecimiento humano, está guardado en Su corazón. Como apuntó Borges en “Everness”, desde la dimensión eterna y plena de la divinidad: “Solo una cosa no hay, es el olvido. Dios, que salva el metal, salva la escoria; y cifra en su profética memoria, las lunas que serán y las que han sido”.

Es cierto que el periodismo católico, desde su origen, ha sido tentado por la certeza de su propia fuerza. Por ello, no es raro encontrar aún hoy, propuestas editoriales que se refugian en una postura defensiva y de añoranza de épocas pasadas; reivindicando un control omnipresente de cierta catolicidad en la sociedad. Esta prensa católica suele autoimponerse no una misión de encuentro narrativo sino un desafío de “lucha”, “combate” o “salvación”; una prensa religiosa que se identifica más como un instrumento de batalla cultural que puede contrarrestar la descristianización, en lugar de un espacio donde se construye encuentro y diálogo sobre los temas necesarios. Este tipo de periodismo llama “armas” a las herramientas y considera que el diálogo es una mera aduana para que el mundo le dé la razón.

Con el tiempo, el periodismo católico ha dejado de pensar que es un instrumento “que usa las mismas armas que el enemigo para competir en influencia” y también ha comprendido que no le compete exclusivamente “construir un orden social”. Gracias al Concilio Vaticano II y al magisterio pontificio de este siglo, la prensa católica asume mejor que nunca su servicio para “tender puentes de comprensión en un mundo fragmentado”. Como ha expresado, Matteo Bruni, actual titular de la Oficina de Prensa de la Santa Sede: “Nuestra credibilidad nace de la verdad del servicio, no de la propaganda”.

El Papa Francisco, por ejemplo, insistió de manera obsesiva en su pontificado que la comunicación es encuentro y servicio, construcción de comunidad desde la mansedumbre, desde un lenguaje justo y respetuoso; y por tanto, el periodismo católico tiene una responsabilidad para construir paz, evitando alimentar conflictos y “salir de sí mismo para dar algo al otro, para encontrarse con él”. Y el papa León XIV nos ha invitado a construir una “paz desarmada y desarmante”, comenzando por el lenguaje y la comunicación.

Acompañar con esta actitud propositiva a la realidad, es hoy –y lo ha sido siempre– el mejor servicio del periodismo católico; porque, como dice el Concilio: “Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo”. Por supuesto, el periodismo católico no puede voltear la mirada y eludir los graves y profundos problemas, las heridas y el terror que muchas veces se despliegan en los contextos de nuestros congéneres; pero no sólo para describirlas con horror sino para poner una pizca de esperanza y sentido; y decir, acompañando a cuantos sufren: Incluso así, es bueno habitar juntos esta crisis.

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Es justo y feliz celebrar los treinta años de edición y publicación ininterrumpida de El Observador de la Actualidad, es un ejemplo –me atrevo a calificar de heroico– de un órgano periodístico católico que ha superado obstáculos mayúsculos, que ha tenido contratiempos pero que ha sabido vencerlos y ha defendido con fe y pasión sus principios para hacer un periodismo limpio, honesto, esperanzado.
¡Felicitaciones!

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 20 de julio de 2025 No. 1567

 


 

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