Por Mario De Gasperín Gasperín, obispo emérito de Querétaro
Entre los acontecimientos más difundidos últimamente a nivel mundial, la Iglesia católica ha soportado la mirada en uno de los aspectos fundamentales de su estructura, señalado por Jesucristo: la elección del apóstol Pedro como supremo pastor y su respectivo sucesor, ahora elegido obispo de Roma, el papa.
La prolongada enfermedad del llorado Papa Francisco, su muerte y la consiguiente Sede vacante, la asistencia de los señores cardenales venidos de todas partes del mundo, la especulación de los medios respecto a la posible sucesión pontificia según sus intereses y la subsiguiente elección del nuevo romano Pontífice, tan inesperada como acertada, ha puesto a la Iglesia católica en el candelabro y expuesta al ojo crítico y esperanzador del mundo entero.
La elección como obispo de Roma de un cardenal norteamericano, con experiencia mundial en asuntos de iglesia, en la persona del agustino Robert F. Prévost, ha serenado los ánimos especulativos y regocijado el corazón de los mayormente interesados, que somos los fieles católicos. La acción sapiente y discreta del Espíritu Santo se hizo visible para quien tenga ojos en el corazón para detectarla y agradecerla. Lo propio de la divina Omnipotencia es mover las causas segundas según su propia naturaleza, sin forzarlas. El Dios cristiano actúa en todos, respetando su dignidad.
Por otro camino suelen ir los pensamientos y las acciones de los detentores del poder en este mundo, quienes, como en la película de Charles Chaplin, juegan con el globo terráqueo entre sus manos con el riesgo de hacerlo estallar. Un poco del mensaje del notable cómico parece haber sido la actitud de quienes, escuchado el primer saludo del recién nombrado Papa León XIV, que consistió en las palabras de Jesucristo resucitado a sus discípulos, deseándoles su paz, reaccionaron a bombazo limpio, agravando los conflictos existentes y provocando nuevos.
Otra pandemia parece extenderse en el mundo actual. Consiste en una nueva camada de naciones, tolerantes o aspirantes al poder absoluto, con los diversos matices que ya ha experimentado y llevando al fracaso a la humanidad, sometiendo a los ciudadanos más a un señor que obedecer que a un salvador que les devuelva la dignidad. Todos estos poderosos se presentan como dadores de paz y de felicidad, según el viejo principio imperial y sepulcral romano: “Si quieres la paz, prepara la guerra”. Es increíble, decía san Agustín: “Dios se ha humillado y el hombre sigue siendo soberbio” (Ps 142,6). El problema no es el Dios verdadero sino los falsos que pululan.
Quizá nadie en el mundo ora tanto por la paz como los discípulos de Cristo. En la misa dominical los católicos decimos este deseo de Jesús: “Mi paz les dejo, mi paz les doy”. La compartimos para llevarla al mundo, pero no como la que da el mundo. En la persona de Jesús tenemos nuestra paz. Nuestra paz tiene cuerpo, rostro y corazón. Es real. Concluyamos con san Agustín: “La providencia puso en Cristo y en la Iglesia la autoridad más excelsa y la luz de la razón, con el fin de crear un mundo nuevo y reformar el género humano” (Ep 118). Somos portadores de esperanza.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 13 de julio de 2025 No. 1566