Por Carlos Díaz Hernández

NOTA: Tengo una relación de hermandad desde hace muchos años con Carlos Díaz. Un hombre singularísimo. Diferente, entrañable en su complejidad, filósofo, terapeuta, conferencista, autor de casi 300 libros. Humano, demasiado humano. Cristiano anarquista, personalista comunitario, traductor, editor, polemista. Poliédrico. Nos escribimos a menudo. Y de pronto me dijo que Julia, su mujer, estaba en terapia. Luego, que había fallecido. No más. Silencio. Dos meses de silencio. Y esta bellísima carta-homenaje a Julia. Le pedí permiso para publicarla. Aquí está, junto con una oración por Julia. Y un abrazo para Carlos y sus tres hijos. (Jaime Septién).

Estoy bajo el impacto de la muerte cercanísima va ya para dos meses; la muerte no cercanísima aún, dicho con todo respeto, no es muerte Y no sé si es más incomprensible la vida que la muerte, o la muerte que la vida; en realidad, vida y muerte se copertenecen y quien no entiende la vida no podrá entender la muerte, ni a la inversa.

Una de las peores separaciones que solemos llevar a cabo los seres humanos es la disyunción entre ambas, dado el malestar que ante tal disyuntiva nos produce la desaparición mortal. A uno de los filósofos más cobardes que he leído al respecto ha sido a Epicuro, cuyo lema adquirió notoriedad universal y rezaba así: “mientras la muerte no esté, yo estoy; cuando ella llegue, yo no estaré”.

Por inverosímil que ello pueda parecer, se trata de un consuelo muy balsámico para los más miedosos y para quienes no cuentan con el libro de reclamaciones de sus deudos y deudores.  Viven sin vivir en sí, es decir, sin libro de reclamaciones. Tú, jugando al escondite puerilmente, dices que no estás, pero ¿y tus amigos, tú que tanto ensalzabas la amistad, farsante?

No sé de dónde le vendrá a Epicuro tanto miedo, pero más que a sus tranquilizantes predicaciones se asemeja a la mala pedagogía con los infantes que, por su corta experiencia existencial, apenas pueden comprender la complejidad ni la cercanía del mal; para ellos la muerte, a la que no entienden, es cosa otros. Pero eso dista de hacerse como niños, ni tampoco es la inocencia predicada por Nietzsche, eso es la infantilización y la alienación de la vida afrontada.

Para muchos, lo ideal resulta ser paridos entre algodones y estar lo más lejos posible del hedor de la muerte cuando ésta se nos pega a la espalda. Hasta nos arrancaríamos a tiras la piel de todo el cuerpo para evitar la pegajosa e insuperablemente desvergonzada adherencia de ese buitre que viene a roer nuestras entrañas por la fuerza insuperable de esa horrible contaminación que la Parca impone indefectiblemente.

Haría falta un Francisco de Asís para esperar alegre y abrazar a la hermana muerte como parte complementaria de la vida, es decir, mucha categoría. Como terapeuta en ejercicio constato ese estrago una, otra, y otra vez. Para alcanzar el desapego amoroso de san Francisco ha hecho falta haber amado mucho, pues por lo general la mayoría de las personas se va al otro mundo (si es aquí cabe hablar de “otro mundo”, puro eufemismo) a regañadientes y culpando a quien pasaba por allí, ya sea por la brevedad de la vida, o por su inmisericordia con nosotros, pues nos echa al cubo de la basura sin fama ni gloria.

Hablo de desapego amoroso, no de desapego cínico.  Así pues, lo que la vida nos dio entre alabanzas se lo llevó luego el dolor y la desesperación de la perra muerte. Sicut vita, finis ita: según se vivió, así se morirá.

Los verdaderos arrepentimientos de última hora son pocos, pues están signados por un miedo insuperable, es decir, por el deseo de no morir a cambio de la promesa de un arrepentimiento que no suele ser demasiado sincero. Pues, si surte efecto positivo la falsa contrición ante la pelona, la puerca lavada insiste y nos lleva finalmente al vómito, como si a la muerte pudiera engañársela.

En la mesa y en el juego, decían los clásicos de la literatura española, se conoce al caballero, pero, sobre todo, creo yo, en la hora de la muerte, la hora de la verdad. Ante ella los malos jugadores procuran usar cartas marcadas para alargar el juego sucio: antes sucio que muerto. Esto, obviamente, hablando en términos generales, no universales. Cada persona es un mundo, y dos son dos.

Personalmente me encanta visitar los cementerios ahora que ya no temo la muerte, pero las lápidas, como he escrito alguna vez, son auténticos tratados de ontoteología, la mayoría de ellos menos épicos que lírico/dramáticos. Un día damos un paseo y comentamos las lápidas, si ustedes lo quieren; es un gran paseo por la vida; no les cobraré una moneda como guía del Hades.

Pero todo esto son filosofemas, y no por leer un denso o florido escrito sobre el morir (la muerte no es morir, morir se acaba) puede uno concitar la atención del lector. La muerte es tan importante dentro de la vida, que yo mismo llevaba hasta hoy sin escribir una sola letra desde que murió mi esposa va ya para dos meses, algo en mí inexplicable. No me reconozco en su turbulencia.

Sin embargo, nadie puede entender su propia muerte, ni la ajena, más allá de los análisis de laboratorio. La muerte saca a la luz y engorda el cajón de los tópicos. Así que hablo desde una experiencia irrepetible, por mucho que tal experiencia haya sido similar en otros muchos relatos de millones de gentes. Mi esposa Julia solamente tenía una preocupación: no ser una carga ante la eventualidad de una enfermedad tipo Alzheimer o similares, y pedía a Dios que se la llevara entera de forma fulminante para no molestar a quienes tanto amaba. Bastaba con un manotazo duro, y el Señor se lo concedió. Yo acepto la sabiduría de Dios que es mayor que mis doctoradillos y licenciaturitas. El Señor nos la dio, el Señor nos la quitó, gloria al Señor.

Sólo tengo un pesar, el de no haberme dado tiempo a despedirme de ella con un fiestón por todo lo alto para manifestarle que su vida ha sido una fiesta de fiestas, lo mejor que nos ha pasado a la familia entera, y que mientras ella viva nosotros no moriremos, pues ella y nosotros somos uno, y así será hasta que el Señor nos llame. Mi convicción personalista y comunitaria de que la persona es relación eterna, un hapax definitivo, se ha consolidado por encima de la muerte, de la salud, y de la enfermedad.

Para mí vivir sin ella es morir con ella. Y morir con ella es esperar también lo eterno. Todo caduca, yo también. Y todo sirve, por tanto, a mí también. Pasa un día buscando al siguiente, y pasa el siguiente y ella misma siempre es presencia futuriza. Hasta el futuro es presencia suya, pero no ausencia de toda realidad, porque ella es mi todo, aunque éste se encuentre ya demediado. Pues, mi todo está en el Todo del Señor nuestro que nos ha hecho maravillosamente suyos.

Esto parece al final un peñazo de metafísica, pero es un breve epítome de sentimientos al mismo tiempo, incluso con todos sus errores cognitivos y afectivos. Nada quiero devaluar ni derogar. Lo acepto totalmente, con la máxima firmeza que puede dar la máxima debilidad. El pesimismo tiene un prestigio que no merece, o que al menos yo no le concedo. Para mí vivir sin ella es morir con ella. Y morir con ella implica esperar también lo eterno.

Todo caduca, y yo no voy a ser excepción. Y todo sirve del mismo modo. El optimismo sólo tendría -incluso inmerso en pleno sufrimiento- algo significativo que decir sobre el amor al prójimo como a sí mismo. Un sufrimiento que no derrota al sufrimiento es desesperación. No sé si seré un melifluo, pero tengo por un tesoro este poema escocés que mi esposa misma envió a nuestra hija Esther poco antes de morir, y que ésta leyó durante el funeral con determinación a pesar del ahogo de su pena:

Cuando tenga que dejarte por un corto tiempo,
por favor, no te entristezcas, ni derrames lágrimas,
ni te abraces a tu pena a través de los años;
por el contrario, empieza de nuevo
con valentía y con una sonrisa
por mi memoria y en mi nombre,
vive tu vida, y haz las cosas igual que antes. 

No alimentes tu soledad con días vacíos,
sino llena cada hora de manera útil.
Extiende tu mano para confortar y dar ánimo
y a cambio, yo te confortaré
y te tendré cerca de mí.
Y nunca, nunca, tengas miedo de morir,
porque yo estaré esperándote en el cielo.

Puedes llorar porque se ha ido,
o puedes sonreír porque ha vivido;
Puedes cerrar los ojos y rezar para que vuelva,
o puedes abrirlos y ver todo lo que ha dejado;
tu corazón puede estar vacío porque no lo puedes ver,
o puede estar lleno del amor que compartiste;
puedes llorar, cerrar tu mente, sentir el vacío
y dar la espalda, o puedes hacer
lo que le gustaría:
sonreír, abrir los ojos, amar y se
guir.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 6 de julio de 2025 No. 1565

 


 

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