Por Tomás de Híjar Ornelas, Pbro.

Si cumplir años es una forma de tomar el pulso a las motivaciones germinales humanas, respecto a las que lo que se mantiene de pie con todo y el polvo del camino, las tres décadas de circulación ininterrumpida del semanario El Observador de la Actualidad dan pie a repasar la labor de Jaime Septién y Maité Urquiza en pro del periodismo católico desde una publicación en su género modélica.

Entre julio de 1995 y la misma fecha al cabo de seis lustros, El Observador de la actualidad ha navegado en comunión con la Iglesia entre dos milenios de la era cristiana, que van de la recta final del largo pontificado de Juan Pablo II, a los de Benedicto XVI y de Francisco, y ahora el comienzo del de León XIV, y lo ha hecho entre sus pares sin el vicio que tanto exhibió el apenas extinto Papa Bergoglio, el ‘clericalismo’, porque quienes lo dirigen son laicos sin los asegunes de los que por serlo no son ‘fieles’ desde el sentido tan entrañable a la fe católica.

Un semanario que hace periodismo teniendo a bordo de su equipo gente de mitra y de sotana, pero sin subsistir de ello tanto como de una propuesta que echa sus cimientos en la solidez de la roca, de modo que su anclaje resiste sin venirse al suelo los caudales del temporal, merece de nuestra atención considerar

Lo acumulado en ese lapso

Tres décadas de circulación ininterrumpida han de ser para El Observador un otoño que nunca será invierno si le sostiene un cambio generacional como el que en este lapso ya ha sido el ascenso indiscutible de los medios electrónicos sin la extinción total del impreso, que es como decir el de la transición de la rotativa a los beneficios enormes e
inmediatos de Kindle Unlimited.

¿Qué papel que cumple, debe cumplir y ha cumplido esta forma de periódico católico “abierto al sistema vital de las ideas de este tiempo y arraigado en el pensamiento social cristiano”, ya inmerso e incluso de cara a la era de la IA?

Primero, en El Observador de la actualidad, la tenacidad y empeños de sus mencionados directores, que han sido un nexo apto para mantener a flote, en Santiago de Querétaro, el legado de Carlos Septién García (1915 – 1953), que es como decir, de una forma de hacer periodismo en la cepa más natural y profunda de lo mexicano: la fe que en el Tepeyac brotó desde el crisol indocristiano, respecto a la savia de la visión sagrada de las culturas mesoamericanas con la que tensó al pie de la sierra Gorda, en el horizonte del otrora pueblo de indios de Santiago de Querétaro, el arco de misiones tan ejemplares como las que tuvo a su cargo Fray Felipe Galindo y Chávez, O.P. y llevó a su cúspide Fray Junípero Serra, OFM, ya en la era de los Colegios Apostólicos de Propaganda Fide, antes de trasplantarlas a la Alta California; como la fe que llevó el Evangelio por el Camino Real de Tierra Adentro a derroteros tan lejanos como Nuevo México y Texas.

Segundo, la fe que no borró en Santiago de Querétaro el fusilamiento, al lado de dos paladines de su causa, de Maximiliano de Habsburgo en el cerro de Las Campanas, ni enterró en 1917 una Constitución Política presidencialista hasta las cachas y anticlerical como más lo pudo ser, sin que por ello arrancara al pueblo de México la catolicidad como una de sus notas distintivas.

Tercero, la tenacidad de Maité y Jaime al frente de un equipo, que tiene la encomienda de asegurar a El Observador hoy y mañana muchos años más.

Felicidades a ellos, a la diócesis de Querétaro, a la Iglesia en México, por mantener contra viento y marea, de pie y activo un faro que sigue iluminando en este suelo a muchos que en las procelosas aguas de la transmodernidad navegan al puerto y playa del Reino y reciben de él señales para no separarse de las huellas del Hijo del Carpintero y de las de quienes dejando en la barca las redes, lo han seguido.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 20 de julio de 2025 No. 1567

 


 

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