30 aniversario de El Observador

Por Jaime Septién

Hace 30 años, en esta mesa (bueno, era otra) iniciamos la vida de El Observador. Veníamos de hacer Presencia y Voz, el único periódico que crecía como se iba leyendo. Rolando García me había puesto en contacto con don Mario De Gasperín. Fueron dos años y medio de aprendizaje. No es fácil cambiar de canal: del periodismo secular al periodismo católico. Un buen salto.

Don Mario y Maité Urquiza me hicieron saber que no había otra alternativa. Lo mismo don Arturo Szimanski, quien de Dios goza. Como los tres personajes que llegaron a la tienda de Abraham, sin hacer demasiadas preguntas (no es su método) indicaron lo que había que hacer: un semanario católico.

–¿Y eso, cómo se hace? –pregunté tímidamente a Maité.

Su respuesta fue lapidaria:

–No sé, tú dime.

Más tarde, le presentamos a don Mario el proyecto:

–¿Cuándo le parece pertinente que salgamos?

–Los tiempos de Dios son lentos…

–¿El próximo año? –respiré aliviado.

–La próxima semana –concluyó la conversación y se sirvió un café.

Finalmente, ya lo he contado, fui a ver a don Arturo. Estaba monseñor Peñalosa en la junta. Colorado e impaciente. Al terminar le pregunté a esa gloria de las letras nacionales:

–¿Qué me aconseja, monseñor?

–Que no pierda el tiempo y haga una revista como Vida Nueva.

–¿…?

–Si no lo hace –cogió sus papeles y se lanzó a la salida del despacho de don Arturo– va a durar 5 números, no más…

Ya se ve que monseñor Peñalosa era un gran escritor, pero que le fallaban las predicciones. Dios tiene sus caminos… Y sus tiempos.

Y aquí estamos hoy, treinta años más tarde, celebrando la vida. Porque, finalmente, ¿qué es El Observador sino una celebración festiva del olvidado asombro de vivir?

A lo largo de seis lustros hemos navegado con un rumbo: el Evangelio; con un timón irresistible: Jesucristo. Con un vigía insobornable: Maité. Y con un capitán que ve más lejos, más arriba, más claro y más agudo que cualquiera otro: don Mario.

Buenos, buenísimos marineros –Maricarmen, Óscar, Rogelio grande y chico, Fernando, Teresita y su esposo, Agustín, Rubí, Verónica, Juan Diego, ahora Miriam; los que ya no están, pero estuvieron al pie del cañón, don Jesús, Diana, Carmelo, Chava… nombrarlos a todos pasaría mucho tiempo y el brindis se alargaría– siempre remando contra-corriente, cuesta arriba, extraordinaria tripulación de un buque a veces destartalado, a veces airoso, pero que, como el de Moby Dick, lejos de arrastrarse gimoteando a la supuesta seguridad de la orilla, le ha dado por enfilar al centro de la tormenta.

Una poeta española, Raquel Lanseros, escribió este poema memorable que se llama Mano a Mano:

Hay quien tiende a pensar que lo merece todo.
Yo prefiero dar las gracias.
Cruzo mis manos calientes sobre el mundo
sobre la gratitud a salvo del olvido.

Pienso en todas las manos
las que abrieron ventanas en los muros
las que besan el trigo para que haya pan
las que cortan el cuero que nos calza.

Amo todas las manos
¿Qué son? ¿Qué pueden solas?
Son las manos las que mueven los trenes
otras las que conectan las bombillas
otras las que abastecen los bazares.

Y serán otras manos
tal vez aún no nacidas
las que caven la tierra que me habrá de cubrir.

A todas esas manos, miles de manos de colaboradores, grandes amigos, como la madre Marilú Loyda, como el padre Prisciliano Hernández, como nuestros maravillosos consejeros editoriales (recuerdo hoy con aprecio a don Mariano Azuela), como los cientos, miles de lectores, los patrocinadores, los distribuidores, los sacerdotes que piensan que la fe si se hace cultura es una fe viva; como aquél señor de Campeche que me dijo que una columna de economía (¡de economía!) había salvado a su familia… Pienso en tanta gente, en tantos rostros, en tantas vidas que nos han tocado y a las que, modestamente, hemos tocado…

Pienso en aquellas palabras dulces, dichas casi en sordina, de Benedicto XVI en Castel Gandolfo: “Periodistas hay muchos, ya no necesitamos más. Sobran. Periodistas católicos hay pocos. Los necesitamos. Los necesito. Siga adelante.”

Medio atropellado (no es fácil asimilar de botepronto un deseo papal) le dije:

–Santo Padre, ese no es un consejo, es un camino…

Y aquí estamos, 20 años más tarde de ese encuentro con el papa Ratzinger. Siguiendo el camino. ¿Hasta dónde vamos a llegar? Dicho sin anestesia, no lo sé. Por eso a la columna con la que los torturo cada semana le puse “De camino”. Homo viator, decía Gabriel Marcel. Eso somos: hombres en salida, partiendo hacia nuestra verdadera casa. Pero hacer el viaje con amigos como ustedes, con este capitán, esta vigía y esta tripulación que obedece al que lleva el timón, a Jesucristo, créanme que ha sido un regalo inmerecido, un privilegio, una fiesta.

Solo me resta dejar sobre la mesa el futuro de El Observador, y encima de ella, dejárselo a Dios en sus manos. Y a ustedes darles las gracias desde el fondo de mi corazón.

Palabras para el brindis y comida con la que celebramos el treinta aniversario de El Observador

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 27 de julio de 2025 No. 1568

 


 

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