Por P. Eduardo Hayen Cuarón
Cómo vivir una vida cristiana equilibrada, es la pregunta que puede estar en el corazón de los catecúmenos y adultos que se preparan para recibir los sacramentos de iniciación cristiana. A veces los fieles desarrollan un gusto fuerte por la liturgia; les gusta la misa cuidando que la música y los cantos sean los adecuados y que las ceremonias luzcan impecables en el cumplimiento de las rúbricas. Otros, en cambio, están inclinados a cuestiones sociales y al compromiso con los pobres de su parroquia pero descuidan la parte celebrativa y otros aspectos de la moral. También hay quienes tienen una preferencia por la catequesis y la docencia y minimizan las cuestiones sociales.
No podemos ser cristianos cojos, cristianos de una religiosidad que sólo busque una dulce paz interior y sea gratificante, desligándonos de los mandamientos divinos. Tampoco podemos llenarnos la cabeza de datos bíblicos o teológicos pero sin saber ponernos de rodillas ante el misterio que celebramos. No funciona un catolicismo moralista –ya sea en cuestiones sociales o de moral sexual o familiar– desligado de la formación y la liturgia. ¿Cómo encontrar la armonía, entonces?
Jesucristo nos enseña a vivir en equilibrio. Él dijo «Yo soy el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6). En esta frase está el contenido y la estabilidad de la vida cristiana. Jesucristo es el Camino, es decir, es quien nos señala los mandamientos, la vida moral. Él es la Verdad que comprendemos, predicamos y enseñamos en la evangelización y la catequesis. Y también Él es la Vida eterna que se nos comunica en los sacramentos por la celebración del misterio a través de la Liturgia.
La fe que no se conoce empieza a morir. Católicos de 50 o más años de edad, que lo último que recibieron en su formación fue el curso de su primera Comunión, de milagro siguen llamándose católicos. La fe que no se vive también perece; una vida lejos de los mandamientos divinos termina por estrangular toda vida interior y apaga la gracia en el alma. Y la fe que no se celebra acaba por desarraigar a los creyentes de la Iglesia: ¿para qué ir a Misa los domingos si podemos tener conexión directa con Dios sin la mediación de una comunidad? Pensar así es empobrecer tremendamente la vida.
No son pocos los católicos que hoy viven lejos de la vida eclesial. Movidos por un fuerte individualismo, muy propio de nuestra época, hay creyentes que van descendiendo en una escala de desarraigo de la Iglesia. Monseñor Munilla afirma que ellos empezaron a declararse católicos no practicantes; luego dijeron «Cristo sí, Iglesia no»; bajaron un peldaño más y dijeron que creían en algo pero no sabían en qué; después se declararon agnósticos, es decir, dudosos de creer o no; finalmente llegaron al ateísmo y no creer en nada.
¡Qué belleza son, en cambio, las comunidades parroquiales donde los católicos viven su fe! A veces me conmuevo al distribuir la sagrada Comunión durante la celebración de la Misa en mi parroquia. Observo que muchos fieles comulgan con gran devoción y fervor, a veces con lágrimas en los ojos. Este gesto de amor adorante a Jesús alegra mucho mi corazón de sacerdote. Ellos están conscientes de que, por la fe, están tocando al Señor, como la mujer de flujo de sangre que estaba segura que con sólo tocar el manto de Jesús se curaría.
Aunque nunca podemos descuidar la evangelización y la catequesis en la vida parroquial, así como también la promoción de la vida moral, en las comunidades parroquiales hemos de tener un amor particular a la Liturgia. Ella «constituye el culmen hacia el cual tiende la acción de la Iglesia y a la vez la fuente de donde mana su fuerza.» (Sacrosanctum Concilium 10). Quien diga «queremos menos misas y más evangelización, o más compromiso con los pobres», yerra. Es en la Eucaristía y los ritos sacramentales, así como en las celebraciones de bodas, funerales, quinceañeras donde tenemos las mejores ocasiones para evangelizar. Es donde mejor los fieles escuchan a los sacerdotes y donde tomamos la fuerza de la caridad para servir a los pobres.
Una vida cristiana equilibrada empieza por la celebración reverente del misterio cristiano. Es en la Liturgia donde Cristo habla y se expresa mejor al mundo.
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