Por Rodrigo Guerra

Nos encontramos en una época marcada por la polarización y la violencia simbólica creciente. En este contexto, los “discursos de odio” han ganado centralidad. Todos los líderes autoritarios y las sociedades intoxicadas de ideología, descubren este tipo de herramienta de manera espontánea en el momento actual. No existe aún consenso sobre la definición precisa de este concepto en el derecho internacional humanitario. Sin embargo, me atrevo a pensar que parte de la reflexión de René Girard nos puede ayudar a entender cuál es su importancia. Obras como “El chivo expiatorio” (Barcelona 1986) o “La violencia y lo sagrado” (Barcelona 1995) no tienen desperdicio.

La rivalidad social, cuando crece, tiende a redirigir la violencia hacia una víctima común. Girard explica que la víctima expiatoria es inocente de los males que se le atribuyen, pero su sacrificio produce un cierto efecto pacificador. Este es el mecanismo llamado “chivo expiatorio”: se identifica una víctima sobre la cual se descarga la violencia de todos, para así, intentar restaurar el orden social. Este mecanismo, que parece propio de sociedades primitivas, pervive en la modernidad, de manera camuflada. El sacrificio ya no se realiza con rituales religiosos sino a través de instituciones, medios y discursos. En otras palabras, la lógica de la violencia se desplaza simbólicamente, pero mantiene su estructura sacrificial elemental: selección de una víctima, atribución de la culpa, linchamiento colectivo.

Desde este punto de vista, el “discurso de odio” es una forma secular del antiguo sacrificio ritual. No busca tanto la argumentación racional estricta cuanto movilizar la agresividad colectiva contra alguien. Girard en algún momento reflexionará que el discurso agresivo no es una desviación de la racionalidad política, sino la forma moderna que adopta el mito sacrificial: nombra al culpable, lo expone, y construye unidad sobre su exclusión.

En la islamofobia, en el antisemitismo, en diversas campañas anti-inmigrantes o en las formas patológicas de envidia política, el “otro” es presentado como amenaza, como enfermedad o como traidor irreductible. Su eliminación simbólica – y a veces política o física – es vista como necesaria para restaurar el orden, la identidad o la seguridad del grupo dominante. La exclusión se torna acto de justicia. El “discurso de odio” busca de esta manera transformar la violencia injusta en un sacrificio legítimo. No sólo se reproduce el mecanismo del chivo expiatorio: se le narra, se le justifica y se le sacraliza.

Gracias al acontecimiento cristiano las víctimas comenzaron a ser reconocidas y los sacrificios injustos son denunciados por primera vez en la Historia. Gracias al sacrificio fáctico de Jesucristo en la cruz, el relato, por primera vez, se pone del lado de la víctima y no del victimario. Sin embargo, Girard sostendrá que el eclipse de lo esencial-cristiano en la modernidad hace que el mundo olvide esta enseñanza.

El cardenal Raniero Cantalamessa, antiguo predicador de la Casa Pontificia, varias veces ha meditado sobre el pensamiento de René Girard y ha logrado intuir que precisamente por esto es necesario redescubrir el cristianismo: solo con él se puede abrir una puerta a una sociedad en paz verdadera. En cada Eucaristía, piensa él, se realiza el “sacramento de la no-violencia”, es decir, el sacramento que nos salva de nosotros mismos.

Este artículo fue publicado en El Heraldo de México y se reproduce con el permiso expreso del autor.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 17 de agosto de 2025 No. 1571

 


 

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