Por P. Fernando Pascual
Empezamos a leer una novela. Desde las primeras páginas, nos sentimos atrapados: ¿quién sería el padre de aquel joven? ¿Qué hará con ese dinero la señora del piso de arriba? ¿Cómo va a terminar el viaje de un pescador que ha sido sorprendido por la tormenta? ¿Por qué la policía no preguntó a aquel sospechoso sobre lo que tenía en sus bolsillos?
Al entrar en una novela, nos dejamos llevar por la inventiva de un escritor. Será detallista o irá a lo general. Describirá bien los caracteres o tendrá personajes con pocos pensamientos y mucha acción. Enlazará mejor los hechos o dejará cabos sueltos para la imaginación del lector.
Las escenas se suceden. Un personaje desaparecido durante muchas páginas reaparece hacia el final. El protagonista que parecía duro de corazón empieza a mostrar sentimientos de compasión. Un dato inesperado cambia todo: ese muchacho era el hijo desconocido del vigilante del faro.
Quienes escriben novelas guían a sus lectores en un mundo de fantasía, quizá con tintes de realismo, pero siempre bajo la inspiración propia de quien ha inventado esa historia. Mientras plasma en el papel o la pantalla sus escenas, prepara un camino interior que un día seguirán miles de lectores.
La novela gustará o no gustará, parecerá bien montada o un poco surrealista, tendrá personajes bien identificados o confusos y llenos de ambigüedades. Todo depende de lo que el escritor decide mientras desarrolla escenas, entra en los pensamientos de los personajes, aclara intrigas o deja puntos abiertos que pueden tener diversas interpretaciones.
Llegamos a las últimas páginas. Aquel recepcionista, hasta ahora huraño y amargado, ha empezado a descubrir que su vida tenía sentido, que su trabajo había ayudado a otros, que valió la pena estar ahí, durante años, para atender a la gente que el novelista, con una imaginación sorprendente, hacía pasar cada día frente a la ventanilla de ingreso de un hospital…
Imagen de Mabel Amber, who will one day en Pixabay