Por P. Fernando Pascual

Así es la vida del campo: un año hay cosas malas y otro año hay cosechas buenas.

Las causas pueden ser muchas: el clima (lluvia, temperaturas), las plagas y los parásitos, alguna enfermedad, errores en el trabajo.

Si la cosecha ha sido mala, hay que ver cómo distribuir y aprovechar al máximo lo poco que los frutales, o los cereales, o las verduras nos han ofrecido.

Seguramente los precios serán más altos, pero ello no elimina la pena que surge al constatar cómo esfuerzo y dinero han dado resultados muy escasos.

Si la cosecha ha sido buena, el corazón suele expandirse de alegría. Alguno se quejará porque los precios serán bajos, pero saber que los graneros están llenos siempre es motivo para hacer fiesta.

La vida se puede comparar con las cosechas. Invertimos, luchamos, nos esforzamos por conseguir una virtud, por erradicar un vicio, por mejorar en el trabajo, por solucionar un problema en familia.

Luego llega el momento de los resultados, de las “cosechas”. Habrá tristeza, si nos parece que los resultados son escasos. Habrá alegría y fiesta si notamos mejoras importantes, en nosotros y en quienes están a nuestro lado.

Paseamos entre naranjos. Los frutos destacan entre las ramas y brillan ante quienes contemplan una cosecha que supera incluso las expectativas.

Un apicultor, tras un mal año, ahora disfruta cuando llena uno tras otro muchos cubos con miel de la buena, que endulzará la vida de tantas personas.

Ante una mala cosecha, no podemos dejarnos arrastrar por el derrotismo. Hay que ver cómo preparar el próximo año para que sea mejor y más fructífero.

Ante una buena cosecha, nuestra alegría es la de quienes gozarán de los frutos de la tierra, y podrán dar gracias a Dios que llena de riqueza nuestros campos y cuida con cariño de sus hijos (cf. Sal 65 y Mt 6,25-34).

 


 

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