Por P. Fernando Pascual
El envejecimiento es un proceso natural que acompaña a una gran mayoría de vivientes. En el caso de los seres humanos, puede causar pena, o estar acompañado de dolor. Incluso hay quienes se rebelan y buscan una especie de juventud perenne.
Con los adelantos de la medicina y continuos descubrimientos en la biología, las neurociencias y otras disciplinas, surgen propuestas e intentos por detener los procesos de envejecimiento, o por rejuvenecer partes de nuestro organismo.
En realidad, el proceso hacia la vejez es parte de la vida, incluso puede entrar en su definición. Aristóteles enumeraba, como actividades básicas del viviente, el nacer, el nutrirse, el crecer, el reproducirse y el envejecer.
Por eso, resulta anómalo el esfuerzo prometeico para detener un proceso natural que nos constituye como seres vivos: seres que nacemos, vivimos, sufrimos y morimos en ese gran camino de la vida.
Ese esfuerzo anómalo, además, lleva a algunos a trabajar obsesivamente por mejorar sus dietas, a hacerse análisis hasta los detalles más exagerados, a tomar integradores en cantidades inimaginables, a hacer ejercicios que les puedan rejuvenecer.
Invertir así tiempo, energías mentales, dinero, no solo es luchar contra lo que es propio de nuestra humanidad, sino muchas veces faltar a la justicia, al no usar recursos ni habilidades que pueden servir para ayudar a otros y para construir relaciones de amistad sincera.
Filósofos y hombres de fe saben que esta vida no lo es todo. Estamos destinados a una existencia que supera la barrera de la muerte, y que nos une, si hemos vivido rectamente, a un Dios que crea por amor y que espera a sus hijos.
Aceptar la vejez y la muerte como parte de la vida no es una resignación fatalista, sino un modo realista de comprender lo que somos: vivientes que caminan, luchan, sufren, gozan, mientras avanzamos hacia el encuentro con Dios y buscamos mejorar la existencia de los que viven a nuestro lado.
Imagen de Gerd Altmann en Pixabay