Por Rebeca Reynaud

Una amiga comentaba:

—“Durante veinte años eché la culpa de lo que pasaba a mi suegra y a mi esposo, hasta que me di cuenta de que ¡el problema era yo!”.

Le dije:

—“Ya es ventaja. Pudiste haberte pasado la vida entera repartiendo culpas”.

Una persona serena da paz y alegría. Escribe San Jerónimo: “Que en toda acción y en toda palabra tu mente permanezca moderada y tranquila”. También hay que evitar hasta la apariencia de discusión. “Piensa lo que has de hablar y procura callar a tiempo”, aconseja San Jerónimo (Epístola 148, 18 y 19).

La vida normalmente tiene problemas, lo malo es problematizarnos. La ilusoria posibilidad de poderlo controlar todo, al menos lo que a nosotros nos afecta, nos sitúa ipso facto fuera de la realidad. ¿Por qué? Porque no somos dueños de conducir cada acontecimiento a nuestro gusto.

A veces percibimos algo que nos molesta y que podemos pasarlo por alto o no. Saber olvidar, en ese caso, no es una manifestación de debilidad sino un signo de grandeza de ánimo. Tener un listado de agravios no es recomendable para la salud física y psíquica. Por higiene mental necesitamos deshacernos de recuerdos que nos traen sufrimiento y que nos hacen darle vueltas al “yo”. Quien “siembra” pensamientos optimistas y de paz, eso es lo que “cosecha”.

Estar serenos cuando las circunstancias son adversas, demuestra el temple de las personas. Hay un axioma en Psicología que afirma que la agresividad es una variable dependiente de la frustración. El mal humor frustra. Estemos atentos a nuestros comportamientos agresivos y procuremos evitarlos; de no conseguirlo, no busquemos la causa en los otros.

Cuando existe una predisposición inmotivada al enfado nos encontramos en situación de alerta, y por tanto hemos de extremar la prudencia al hablar, para no caer en ningún desahogo agresivo. “Muestra tener poca inteligencia y mal corazón quien por no controlarse hace sufrir a los demás. La serenidad hay que conquistarla, no nos viene dada” (Miguel Ángel Martí).

Uno de los secretos para alcanzar la felicidad es vivir con fruición el momento presente. Conozco a una persona que disfruta al máximo de la vista de las plantas, de los animales y de las frutas que come. Lucha diariamente por ser consciente de la belleza que esas cosas guardan, y así comentaba gozoso: ¡Qué belleza veo en esta sopa de verduras! La felicidad es más cosa de empeño personal que de acontecimientos favorables, aunque creamos lo contrario.

Hay que apreciar más nuestro equilibrio interior que lo que nos viene de fuera. Si nos coge un embotellamiento de tráfico o se nos poncha una llanta, hay que pensar que eso no nos debe de quitar la paz interior, ya que la serenidad siempre está por encima de lo que podríamos alcanzar si la perdiéramos. La serenidad valora más el presente que el futuro. El presente es lo real, el futuro… no sabemos si llegará, pues nadie tiene la vida comprada.

Lo que nos sucede no siempre tiene el valor que le concedemos, generalmente exageramos. La serenidad no se deja engañar por espejismos. La paz interior nos da el mejor don que los mortales podemos esperar: la capacidad de ser lo que estamos llamados a ser: contemplativos.

Toda alma destinada a la gloria eterna puede ser considerada una piedra constituida para levantar un edificio eterno. El constructor pule lo mejor posible las piedras… Lo consigue con el martillo y el cincel. Si el alma quiere reinar con Cristo, ha ser pulida con golpes de martillo y de cincel, que el Artífice divino usa para preparar las piedras. ¿Cuáles son esos golpes? Las oscuridades, las tentaciones, las tristezas del espíritu, los miedos espirituales, que tienen un cierto olor a enfermedad, y las molestias del cuerpo. Son palabras del Padre Pío (Piedras del edificio eterno).:

Aquello que no trae calma y serenidad a tu alma, déjalo atrás. No hay precio más caro que perder la paz.

 

Imagen de Christel en Pixabay

 


 

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