Por P. Fernando Pascual

Se acerca el día del viaje. Hay que preparar la maleta. ¿Qué llevamos? ¿Qué dejamos? Intentamos que en la maleta entre lo más posible, pero no podemos “expandir” sus dimensiones, ni arriesgarnos a un peso excesivo.

Mientras tomamos ropa, algún tablet, libros, zapatillas, útiles de aseo, escogemos lo que pensamos será de mayor utilidad, y dejamos fuera lo que tal vez no haría falta.

Surgen preguntas: ¿llevo todo lo que necesito? ¿Estoy olvidando algo importante? ¿Puedo prescindir de algo para aligerar peso?

Ocurre que, al llegar al lugar de destino, nos lamentamos por haber olvidado un calzador, o un jersey más fresco, o un cable imprescindible para recargar el móvil. O nos quejamos por haber metido en la maleta una bufanda completamente inútil.

La imagen de la maleta sirve para pensar en nuestra propia vida. Todos estamos de viaje. Algunos desean llevar consigo lo más posible, tener seguridades ante cualquier imprevisto que pueda ocurrir durante el camino.

Pero al llegar a la última frontera, ¿qué resulta realmente importante? En esa frontera, descubriremos que había mucho superfluo en nuestra “maleta” personal, y que algunos “objetos” importantes habían quedado fuera.

En esa frontera, lo hemos escuchado más de una vez, solo será importante “tener” todo aquello que hemos dado, y “sobrará” aquello que hemos conservado de modo egoísta.

Al hacer la maleta de mi vida, necesito pensar en lo realmente importante, en la meta donde espero encontrarme con un Dios que me ama y con tantos hermanos que me esperan.

Solo a la luz del cielo, puedo hacer buenas elecciones a la hora de dejar “fuera” de la maleta lo que lleva al egoísmo, y al poner “dentro”, en el corazón y en mis acciones, lo que me ayude a recibir el amor de Dios y a compartirlo con mis hermanos.

Imagen de Peter H en Pixabay


 

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