Por P. Fernando Pascual
Hay hechos y noticias que provocan heridas profundas en los corazones. Descubrir la infidelidad del esposo o de la esposa, o la traición del amigo, o la injusticia que hizo perder el trabajo, o la guerra provocada por intereses absurdos, abre heridas difíciles de cicatrizar.
No podemos olvidar el pasado, sobre todo cuando sus consecuencias (físicas, psicológicas, económicas o de otro tipo) duran por años y provocan tristeza, incluso rabia.
Pero tampoco podemos volver, obsesivamente, sin solucionar nada, al recuerdo de esas heridas y a lamentaciones estériles por lo ocurrido, sea por culpa de otros, sea por nuestra propia culpa.
No se trata de cerrar los ojos ante la propia historia: lo que nos hicieron, o lo que hicimos, ha dejado huellas casi imborrables. De lo que se trata es de evitar que una herida se convierta en algo que nos paralice, que nos carcoma, que impida las posibilidades de bien que nos ofrece el presente.
La vida se construye desde las opciones de cada día. Tales opciones permiten llevar adelante proyectos que, si están basados en la verdad y la justicia, embellecen un poco este mundo complejo en el que vivimos.
Para tomar esas opciones, necesitamos un alma curada. Llevará cicatrices, tendrá que arrastrar consecuencias de heridas que entran de lleno en nuestra biografía.
Ese alma curada no se dejará hundir por el recuerdo del pasado. Sin negarlo, tendrá fuerzas interiores para mirar el horizonte y avanzar en la búsqueda de bienes que están a nuestro alcance.
Estamos, de nuevo, ante heridas del pasado. Lo ocurrido no puede borrarse, por más que lo deseemos. Lo nuevo se abre ante nuestros ojos.
Ahora, esos ojos descubren que siempre tenemos esperanza, porque Dios es el verdadero amigo que cura, que perdona, que ofrece a cada uno nuevas oportunidades de amor y de alegría.
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