Por P. Fernando Pascual

Era un normal día de trabajo. La abeja llegó a una zona de flores y empezó a recoger néctar y polen. De repente, una araña escondida saltó sobre la abeja y la mató.

Era el día previsto para recoger, en el correo, un paquete con libros. Al salir, la policía secreta lo empujó a un coche y lo hizo desaparecer.

El comportamiento de la araña puede generar rabia o tristeza, pero comprendemos que actúa según sus instintos: también ella necesita comer.

El comportamiento de la policía secreta, que sigue las órdenes de un dictador sanguinario, nos llena de rabia, porque sabemos que un policía honesto no se sometería a órdenes injustas.

Aunque parezca obvio, conviene reflexionar por qué nuestros juicios son diferentes ante dos situaciones en las que un “fuerte” destruye a un “débil”.

En el caso de los animales, comprendemos que siguen sus instintos, que por naturaleza no pueden sentir compasión, que carecen de ideas complejas como las que se refieren a la justicia y a los derechos.

En el caso de los seres humanos, en cambio, esperamos que cada uno (menos en casos de locura o parecidos) conserve en su interior una mente lúcida y una voluntad libre, que le permiten apartarse del mal y escoger el bien.

Por eso, cuando vemos cómo una araña captura a una abeja, lo aceptamos quizá con pena, pero sabemos que se trata de algo natural. En cambio, cuando vemos a un dictador que destruye a inocentes con impunidad y alevosía, surge en nosotros rabia, condena, deseos de justicia.

El dictador, y quienes le obedecen en sus crímenes, tienen mente y voluntad que los hacen responsables de sus decisiones. No podemos encogernos de hombros y decir que el dictador sigue su “naturaleza” como si fuera una araña, porque su “naturaleza humana” lo ha hecho libre, abierto al bien y al mal.

Cada vez que un ser humano escoge el bien, actúa con un mérito que nos lleva a darle gracias, incluso en ocasiones a premiarle. Al contrario, cada vez que un ser humano escoge el mal, carga sobre sí una culpa y merece ser castigado según el nivel de su delito, sobre todo cuando ha dañado a otros.

Una abeja acaba de sucumbir a una trampa que no alcanzó a vislumbrar. Su vida ha terminado para siempre. Un inocente ha “desaparecido”, atrapado por policías sin escrúpulos que obedecen órdenes arbitrarias.

Ese inocente no puede perderse en el vacío de una historia cruel. Merece nuestro recuerdo y nuestra lucha por la justicia, para que ningún tirano quede sin castigo, y para que la sociedad pueda ofrecer a todos la ayuda que tanto necesitamos para la tutela de nuestros derechos fundamentales.

 
Image by Alban_Gogh from Pixabay


 

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