Por P. Fernando Pascual
Cada encuentro permite a dos personas intercambiar ideas, comentar experiencias, formular preguntas, compartir deseos.
No siempre un encuentro lleva a intercambios fecundos. Muchas veces nos limitamos a un breve saludo, quizá un comentario sobre el clima, sobre lo que hacemos o de dónde somos.
Pero cuando se produce un intercambio más serio, algo queda en el corazón de cada uno: un recuerdo, una alegría, una inquietud, un deseo de volver a encontrarnos para ir más a fondo en ciertos temas.
La importancia de cada encuentro surge desde nuestra común humanidad, aunque tengamos ideas diferentes, aunque choquemos en ciertos puntos, aunque a veces el miedo nos impide confrontarnos.
La humanidad que compartimos permite ir más allá de las dificultades y las barreras, para reconocer en el otro deseos, sueños, miedos, que en el fondo nos afectan a todos y que quisiéramos poder compartir con quienes son tan semejantes a pesar de las diferencias.
Cuando un encuentro mejora nuestro corazón, sentimos gratitud hacia esa persona que comunicó una buena reflexión, una idea fecunda, gracias a la cual vemos las cosas de modo enriquecido.
Muchos encuentros no se repetirán en el tiempo presente. Aquella persona que nos dio una mano en un momento casual ya no se cruzará en nuestra trayectoria.
Queda, tras la despedida, un deseo de reencontrarnos, tal vez en el mundo presente, o al menos en la patria verdadera, donde nos espera un Dios que también quiso encontrarse con el hombre en los casi infinitos caminos de la vida.
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