Por P. Fernando Pascual

Vemos un vaso de agua. La ciencia nos dirá cuál es su verdadera composición química, qué átomos la explican.

Junto a esa verdad (y la ciencia puede añadir muchas otras informaciones) existen más verdades, tantas que no podemos abarcarlas.

Porque el agua de ese vaso, además de estar compuesta de H2O, me ayudará a saciar mi sed. O la necesito para tomar una pastilla. O simplemente quiero contemplarla en su transparencia y sus aromas (aunque nos enseñaban en la escuela que el agua es inodora…).

Se abre un horizonte inalcanzable de aspectos verdaderos ante ese sencillo vaso de agua. Lo cual se puede aplicar a una camisa, a una manzana, a un camino de montaña, y a un libro lleno de letras y palabras.

Nos damos cuenta de que la verdad completa no puede quedar encerrada ni en los laboratorios, ni en las narraciones, ni en los recuerdos, ni en las palabras, ni en las miradas.

Existe, además, otro horizonte que hace mucho más rico el panorama: el agua de ese vaso tiene un origen, como todo en el universo, en el corazón de Dios.

Abrirnos a ese horizonte nos hace vislumbrar (sin abarcarlo) aspectos y verdades que valen no solo para el agua, sino para el mundo que nos rodea, para la existencia concreta de las personas cercanas, y para mi propia historia.

Ese horizonte resulta un misterio, pues nos resulta imposible comprender por qué Dios hizo lo que hizo. Algo podemos alcanzar gracias a lo que ese Dios (que es Uno y Trino, Padre, Hijo y Espíritu Santo) nos ha querido manifestar, con un amor que comparte y que ilumina.

La verdad completa e inabarcable de mí mismo, de los otros, de los vasos, de las cosas, del mundo, de Dios mismo, me interpela, me invita a la búsqueda, me lanza a ir más allá de verdades provisionales e incompletas.

Solo entonces podré descubrir un poco, cada día, el misterio escondido y revelado, la verdad completa, que ha puesto Dios en cada una de sus creaturas…

 
Image by Kawita Chitprathak from Pixabay


 

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