Por Arturo Zárate Ruiz
No pocas veces ocurre en los funerales que amigos de los deudos canonicen al difunto, algo que ni la misma madre se lo cree. «¡Fue tan bueno!, ¡era un alma de Dios!», repiten, aun cuando haya sido él un usurero y un mujeriego que regó y negó a sus hijos. Tal vez la suegra insista en que fue buenísimo, pero no sinceramente, sino con intención de que nos olvidemos de él y permanezca en las llamas hasta el fin de los tiempos. «¡Que se rostice!», sonríe interiormente.
Pensar en serio que fue bueno es un problema grave. Aun Teresa de Jesús, que fue santa, rogó que pidiesen por ella, no fuese que pasase siglos castigada por sus pecados en el Purgatorio. No sólo ella, sino todos nosotros debemos esperar que se pida por nosotros para apurar nuestro paso por el Purgatorio. Y debemos hacerlo ahora por nuestros difuntos. Sobre éste leemos en el Catecismo:
«Los que mueren en la gracia y en la amistad de Dios, pero imperfectamente purificados, aunque están seguros de su eterna salvación, sufren después de su muerte una purificación, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo».
«La Iglesia llama purgatorio a esta purificación final de los elegidos que es completamente distinta del castigo de los condenados. La Iglesia ha formulado la doctrina de la fe relativa al purgatorio sobre todo en los Concilios de Florencia y de Trento. La tradición de la Iglesia… habla de un fuego purificador»:
Citando a san Gregorio Magno, se lee en el Catecismo:
«“Respecto a ciertas faltas ligeras, es necesario creer que, antes del juicio, existe un fuego purificador, según lo que afirma Aquel que es la Verdad, al decir que, si alguno ha pronunciado una blasfemia contra el Espíritu Santo, esto no le será perdonado ni en este siglo, ni en el futuro (Mt 12, 31). En esta frase podemos entender que algunas faltas pueden ser perdonadas en este siglo, pero otras en el siglo futuro” ».
El Catecismo añade:
«Esta enseñanza se apoya también en la práctica de la oración por los difuntos, de la que ya habla la Escritura: “Por eso mandó [Judas Macabeo] hacer este sacrificio expiatorio en favor de los muertos, para que quedaran liberados del pecado” (2 M 12, 46). Desde los primeros tiempos, la Iglesia ha honrado la memoria de los difuntos y ha ofrecido sufragios en su favor, en particular el sacrificio eucarístico para que, una vez purificados, puedan llegar a la visión beatífica de Dios. La Iglesia también recomienda las limosnas, las indulgencias y las obras de penitencia en favor de los difuntos»:
Citando a San Juan Crisóstomo, el Catecismo propone:
«“Llevémosles socorros y hagamos su conmemoración. Si los hijos de Job fueron purificados por el sacrificio de su padre… ¿por qué habríamos de dudar de que nuestras ofrendas por los muertos les lleven un cierto consuelo?… No dudemos, pues, en socorrer a los que han partido y en ofrecer nuestras plegarias por ellos”»
En fin, si se cae en la presunción al pensar que uno va directo, tras morir, al Cielo, también se cae en la presunción al pensar que no hay más peligro que ir al Purgatorio. No se debe olvidar que también existe el Infierno, y que allí van los pecadores que no se arrepienten. La pena allí no sólo es el fuego, sino el dolor de la separación eterna de Dios, que no decidió Dios en sí, sino el pecador que así lo prefirió por soberbio y obstinado.
Venga, pues, la oración por nosotros los aún vivos. Que Dios nos socorra para no morir impenitentes. Que nos mueva al arrepentimiento y a la conversión. Digamos, según la oración de difuntos:
«Acuérdate, piadoso Jesús, de que soy la causa de tu calvario; no me pierdas… Por buscarme, te sentaste agotado; por redimirme, sufriste en la cruz, ¡que tanto esfuerzo no sea en vano!»
Si nos arrepentimos aun del peor pecado, no pereceremos. Jesús nos espera en el confesionario no sólo como juez, también como abogado. Acudamos, pues, con frecuencia a la confesión y luego a la comunión. No faltemos nunca a misa de domingo o de precepto. Vivamos cada momento según Jesús mismo lo hizo. Según leemos, el pasó su vida haciendo el bien y en oración.






