Por Arturo Zárate Ruiz

Leemos en el Evangelio: «Pidan y se les dará busquen y encontraran, toquen y se les abrirá. Porque quien pide, recibe; quien busca, encuentra y al que toca, se le abre».

Sin embargo, muchas veces pedimos y, según nos parece, nada de nada.

Y no es que pidamos extravagancias, como «Diosito lindo, que gane México el campeonato de futbol» o «que me gane el premio mayor de la lotería» (a mi suegra le decíamos que primero comprase un boleto, pues no lo hacía). He allí que muchas veces pedimos desde lo más profundo de nuestro corazón un favor hermoso, como la salud de un hijo que agoniza por un cáncer dolorosísimo. Lo hizo la mujer cananea y fue recompensada con un milagro. O pedimos la conversión de un cabeza dura tras volverse adicto a las drogas y unirse al crimen organizado. Las lágrimas de santa Mónica obtuvieron respuesta y de allí viene uno de los más santos obispos, Agustín de Hipona. O pedimos que nos ayude a no pecar más. He allí que Jesús liberó, en Gádara, a un hombre poseído por muchos demonios.

Pero, lo que, según vemos ocurre, es el “silencio” de Dios. El hijo no se cura. El cabeza dura se vuelve pertinaz. Y nosotros seguimos peque y peque. Y no somos pocos a quienes nos pasa así, pues, de hecho, los milagros que rompen con el curso ordinario de los acontecimientos son rarísimos. Por ejemplo, millones de personas han acudido a Lourdes para pedirle la salud física a Nuestra Señora, pero sólo 70 casos de curación milagrosa han sido confirmados de lleno por la Iglesia.

Tal vez una pista sea —por si no hemos entendido aun este “silencio” de Dios y de María— la que nos ofrece santa Bernardita. Enferma de tuberculosis desde muy chica y con el tiempo con los huesos carcomidos por la enfermedad, se negó a visitar el manantial milagroso de Lourdes, a través del cual se había manifestado ya la compasión de Dios a muchos inválidos. Santa Bernardita dijo, sin ninguna falta de fe, que ese manantial no era para ella. Prefirió el seguir dolorosamente enferma unida a la Cruz.

Ciertamente, el ejemplo ya lo había ofrecido nuestro mismo Señor en Getsemaní. Aunque hubiera deseado que el Padre pusiera a un lado el “cáliz” del Calvario, Jesús dijo “Hágase tu voluntad y no la mía”.

«¿Pero cómo pudo ser esa la voluntad del Padre, el dolor de su Hijo?», nos podría pasar por la cabeza, aún más si leemos en el Evangelio «nadie le da a su hijo una piedra si él le pide pan, ni le da una serpiente si le pide un pescado».

No olvidemos, sin embargo, que la voluntad del Padre no fue maltratar a su Hijo, sino borrar el pecado, que nos llegó por Adán, y salvarnos a todos sus hijos. Ciertamente, su manera fue el de la donación de su primogénito para rescatarnos, para que nos quede claro que Dios nos ha amado hasta la muerte, y una muerte de Cruz.

Su posterior resurrección nos ha traído la vida, ¿qué mayor milagro podríamos pedir?

Tal vez, como lo han intuido muchos santos, no consiste en sacarnos el premio mayor de la lotería, ni ganar el campeonato de futbol; tampoco una salud perfecta, o la conversión inmediata de los pecadores, o librarnos, pero ya, de las tentaciones o los tropiezos. El mayor milagro es conservar la fe, aun si su voluntad es permanecer unidos en su Cruz.

A san Pablo, Dios le advirtió: «Te basta mi gracia: la fuerza se realiza en la debilidad».

Así Nuestro Señor confirmó a multitud de mártires quienes, como Él fueron perseguidos, apresados, vilipendiados, torturados y asesinados, unos también en alguna cruz, otros engullidos por leones, o asados vivos sobre brazas como san Lorenzo. Ellos lo vivieron como privilegio, pues era unirse a Jesús en su sacrificio expiatorio y salvador.

Y ya en la prisión, como san Juan de la Cruz, o en el exilio, como san Juan Crisóstomo, o en el naufragio, como san Francisco Xavier, o como santa María misma con sus siete espadas clavadas en su inmaculado corazón, por su fe supieron que el mayor milagro era ese, participar en nuestra salvación.

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 15 de enero de 2023 No. 1436

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