Por Mario De Gasperín Gasperín, obispo emérito de Querétaro

El potencial expresivo de la imagen es por todos reconocido. Nuestra cultura actual se define por la imagen y el hombre moderno por su capacidad visual: Homo videns. Esta es una de las debilidades que nos hacen vulnerables, confundiendo la imaginación con la realidad. Jesús resucitado se volvió virtual, respondía el pequeño a su catequista desconcertada.

Conocemos la prohibición de Dios al pueblo de Israel de fabricarse imágenes, cualquiera que fuera la figura escogida para representarlo: animales, árboles, astros o humanoides. Aquí se advertía ya del uso manipulador de las imágenes, terreno propicio para la superstición y la magia. Quien tenía la imagen de su dios, podría controlarlo. No fue así con el Dios de Israel. No tiene imagen ni pareja ni progenie ni nombre: Es el Único, el Innombrable. Actúa solo, con su Palabra y su Espíritu.

Al hacer así todas las cosas, buscó un interlocutor y creó al hombre, como imagen suya. No igual, sino semejante. Se inició entonces el diálogo humano-divino entre el Creador y su creatura, que alcanzaría su plenitud en Cristo, su Palabra hecha hombre por obra del Espíritu Santo. Misterio insondable que aconteció en un pesebre, en Belén.

Cristo es, confesamos, “imagen visible de Dios invisible”. Por eso toda imagen sagrada, para un cristiano, tiene que conjugar dos principios aparentemente contradictorios: revelar lo invisible en un elemento visible. De aquí proviene el cuidado, nunca excesivo, de la Iglesia en el uso de las imágenes para la celebración de los divinos Misterios. Exige al artista que haga transparentar en la imagen la fe de la Iglesia, su espíritu, de modo que invite a creer y no a satisfacer instintos o devociones ajenas a ella. Por eso la Iglesia, en su culto oficial, sin despreciar las imágenes, prefiere y privilegia la profundidad de los símbolos. A los símbolos pide autenticidad y claridad y a las imágenes les exige arte y capacidad de revelar el Misterio, como es el caso de los iconos sagrados.

Arte, sabiduría y prudencia necesita el pastor para lograr un equilibrio en su comunidad entre ambos valores, sabiendo que el símbolo es por sí mismo exigente, por ofrecer mayor profundidad. El símbolo se asocia a la vida y logra que El Invisible adquiera realidad salvadora. Al significar, produce su efecto. Incide en la vida. Aunque la imagen haya ganado terreno en difusión, se ha visto vaciada de contenido, de sentido y de comprensión. La proliferación de imágenes hiere los sentidos, los impacta y hasta conmueve, pero no nutre ni comunica vida. La imagen enajena.

La suplantación de los símbolos litúrgicos por las imágenes de corte devocional revela una deficiencia que reclama remedio saludable: “El predominio de la imagen es un mal presagio para el símbolo: lo suplanta”, escribe J. Ma. Mardonio. En la celebración litúrgica del Misterio Pascual, la Iglesia canta las glorias del Resucitado ante el Cirio encendido y no ante su imagen. Introducir allí una imagen es eliminar el potencial simbólico y salvífico del símbolo. Lo mismo sucede cuando se instala el Nacimiento cubriendo el altar mayor, lugar del sacrificio.

El desconocimiento del significado del simbolismo bíblico utilizado en la sagrada Liturgia nos ha hecho recurrir al fácil subterfugio de la imagen devocional, sobreponiendo la devoción particular al Misterio y el sentimiento propio a la Fe de la Iglesia. La renovación del “lenguaje” litúrgico y catequético es requisito indispensable para la conversión pastoral. “El símbolo es vida y remite a la Vida: desea que lo Invisible en nosotros llegue a ser también realidad. Entonces cesará el símbolo, y veremos sin enigmas, cara a cara, el Misterio que nos sustenta y nos busca” (Ibid.).

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 15 de enero de 2023 No. 1436

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