Por Jaime Septién
Suele decirse que el pueblo tiene el gobierno que se merece. Como toda frase lapidaria ésta tiene sus matices. Sí y no. Sí, porque en muchas ocasiones “el pueblo” se deja guiar por otra voz que no sea la del bien posible; no, porque en cientos de ocasiones los gobiernos traicionan a quienes los eligieron, los apoyaron para llegar, creyeron en sus promesas, etcétera.
Ruy Díaz (Vivar, provincia de Burgos, c. 1043-Valencia, 1099), recordado por la historia como “El Cid Campeador” fue desterrado de Castilla, por envidia del rey Alfonso VII. El canto de su destierro es impresionante. El Cid cabalga por el implacable sol de la estepa castellana. Llega a Burgos. Los pobladores están encerrados.
Desde las ventanas lo ven pasar. Se dicen secretamente: “¡Qué buen vasallo sería si tuviese gran Señor!” El Cid llega a una posada. Nadie le abre. Una niña de nueve años sale a su encuentro: “Campeador que en buena hora ceñiste la espada, / El Rey te ha vedado, escrita a Burgos llegó su carta, / Con severas prevenciones y fuertemente sellada. / No nos atrevemos, Cid, a darte asilo por nada. / Porque si no perderíamos los haberes y las casas / Perderíamos también los ojos de nuestras caras. / Cid, en el mal nuestro, vos no vais ganando nada: / Seguid y que os proteja Dios con sus virtudes santas.” (Versión de Pedro Salinas)
Después, dice el poeta español Manuel Machado: “Calla la niña y llora sin gemido… / Un sollozo infantil cruza la escuadra / de feroces guerreros, / y una voz inflexible grita: ¡En marcha!”
El Cid es el sinónimo del buen ciudadano, Alfonso VII del gobernante traicionero. La pequeña, ay, la pequeña no es otra que el pueblo despierto. Qué gran pueblo seríamos si tuviéramos el valor de enfrentar la violencia con la paz de Cristo y si eligiéramos gobernantes según su Corazón. Dios –como al Cid—los protegería “con sus virtudes santas.”
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 28 de septiembre de 2025 No. 1577