Por Mario De Gasperín Gasperín, obispo emérito de Querétaro
La palabra pueblo, por hacer honor a su origen, se ha vuelto popular. Para bien o para mal, según la relación que el hablante mantenga con él. Si el trato es adverso le llamará ignorante, inculto, despreciable; si es cercano por afecto, historia, interés o simple costumbre, le llamará mi pueblo, y le pondrá los atributos de querido, sabio, hermoso. Si vive en el extranjero, será siempre inolvidable. En esta serie de elogios los regímenes llamados “populistas” se llevan la palma: sus dirigentes hablan de pueblo sabio, bueno, y atribuyen a su parecer o capricho equivalencia con la voz de Dios, aunque de ésta nunca hayan oído su sonido en el cielo ni su eco en la tierra. Los que discrepan con ellos los llaman sencillamente demagogos.
Para nosotros los católicos, la palabra “pueblo” tiene una denominación de origen antiquísima, que se remonta, esa sí, hasta el mismo Dios. Hemos sido elegidos, según san Pablo, desde antes de la constitución del mundo en calidad de hijos de Dios y de hermanos todos en Jesucristo, formando así un pueblo elegido, peregrino en esta tierra y destinado a la comunión con Él en el cielo. La Iglesia católica “aparece como un pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu santo”, es decir, como obra e imagen de la Santísima Trinidad.
A este proyecto lo ampara un designio divino y soberano, pues “fue voluntad de Dios el santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo, que le confesara en verdad y le sirviera santamente”, enseña el concilio” (LG 9), de modo que, como explica en papa Benedicto XVI, “nadie está solo, nadie peca solo, nadie se salva solo”. Una comunidad te recibe, en comunidad se cree, se ora, se canta, se peregrina, se participa, se sufre o se goza, y te espera en el cielo. Todo afecta a todos, para bien o para mal. Quien se aísla se pierde.
Como la misión de este Pueblo es vivir conforme a la libertad de los hijos de Dios, no como esclavos, pues en el corazón de cada uno habita el Espíritu Santo como en un templo, debe activar el mandato de servir a los hermanos, amándose como el mismo Cristo nos amó. Así podremos dilatar el Reino de Dios en esta tierra como un preludio del cielo. Por todo esto, “la Iglesia aparece en este mundo como un sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad del género humano”, servicio éste que sólo los humildes y sencillos saben comprender.
Prosperan hoy los movimientos liberacionistas que se presentan como “humanistas”, pretendiendo dar solución a la grave problemática que nos trajo la modernidad. Algunos de ellos cultivan los valores llamados naturales, como están en el decálogo, con una salvedad: le quitan los tres primeros preceptos. Descabezan el Decálogo. Suprimen a Dios por inútil, su culto como pérdida de tiempo y se fabrican nuevos ídolos, incluyéndose ellos mismos en su propia nómina. La fe católica ofrece a la humanidad un pueblo real y solidario, no una ideología etérea ni una abstracción beatífica. Se presenta como un sujeto histórico concreto, capaz de iniciar un proceso de liberación que, sin ser político, puede sanar la política siguiendo la inspiración del evangelio y del magisterio conciliar.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 28 de septiembre de 2025 No. 1577