Por P. Prisciliano Hernández Chávez, CORC.

En una historia prehispánica se recuerda a los difuntos como recuerdo de una tradición que se ha convertido en folklor.

Está bien recordar a nuestros difuntos. La Iglesia lo hace a través de la liturgia, ‘lex orandi lex credendi’, lo que oramos es lo que creemos, en el horizonte de la escatología, de lo que acontecerá al final de nuestra vida, después de esta vida.

Orar por los difuntos es tradición antigua, porque continúan los vínculos afectivos con los seres queridos, compañeros de la vida, oramos por ellos en atención a su situación última en Cristo y por Cristo resucitado, nuestro Intercesor, quien prolonga su vida intercesora en la Iglesia.

Así consideramos con la fe de la Iglesia que los que mueren en gracia y en amistad con Dios, pero que no vivieron una caridad perfecta, necesitan de una purificación para obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría eterna del cielo o participar plenamente del ser divino en comunión.

En esta perspectiva hemos de atender a la centralidad del tema de la resurrección de Jesús. ‘Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras, y que fue sepultado, y que resucitó al tercer día según las Escrituras (1Cor 15, 3-4).

De la realidad de la resurrección de Jesús expresada por la predicación de los Apóstoles y de la fe de los cristianos depende de este acontecimiento: ‘Si Cristo no resucitó, vana es nuestra predicación, vana es la fe de ustedes’ (1Cor 15, 14).

Por eso Jesús es ‘la resurrección y la vida’ (Jn 11, 25). ‘Cristo ha resucitado de entre los muertos, como primicia de los que duermen’ (1Cor 15,20). Él nos antecede, ‘es el principio, el primogénito de entre los muertos’ (Col 1, 18).

San Pablo VI en su extraordinario y luminoso ‘Credo del Pueblo de Dios’, nos dice con palabras señeras que ‘la fórmula de la tradición inmortal de la Santa Iglesia de Dios’ que lo es el Credo Niceno Constantinopolitano, nos asegura y concluye ‘esperamos la resurrección de los muertos’.

La resurrección de Cristo es causa de la nuestra, de nuestra resurrección futura.

Ya nuestra resurrección sacramental se ha da en el bautismo; por él muere ‘el hombre viejo’ y resucita ‘el hombre nuevo’.

Nacemos de nuevo por el agua y el Espíritu Santo (cf Jn 3, 5).

San León Magno nos lo recuerda en el bautisterio de la Basílica de San Juan de Letrán y Catedral del Papa: ‘La madre Iglesia da a luz por el agua a los nacidos con parto virginal, que concibe por inspiración de Dios’,- Virgineo foetu genitrix Ecclesia natos quos spirante Deo concipit, amne parit.

El bautismo nos introduce en la Iglesia y realiza esa comunión de resucitados entre sí y con Cristo resucitado, vitalmente unidos a él.

Por eso no se trata de un acontecimiento individual, sino maravillosamente eclesial. A través del bautismo, sacramento de resurrección, ‘estaremos siempre con el Señor’ (1 Tes 4, 16).

Esta es nuestra esperanza ‘los que murieron en Cristo, resucitarán’ (1Tes 4, 16).

Así que en esta ‘Conmemoración litúrgica de los fieles difuntos’ en el 2 de noviembre, nos tiene que dar la seguridad y el gozo de nuestra esperanza, que Tertuliano formulaba con energía, ‘La esperanza de los cristianos es la resurrección de los muertos; creyéndola, somos (cristianos).

 
Image by Gerd Altmann from Pixabay


 

Por favor, síguenos y comparte: