Por P. Fernando Pascual
Meditar en el encuentro de Cristo con los discípulos de Emaús (Lc 24,13-35) nos ayuda a comprender mejor la maravillosa cercanía de Dios, sobre todo si nos fijamos en algunos detalles del contexto.
En la mañana de Pascua, Jesús se había aparecido a María Magdalena (Jn 20,11-18). Fue un detalle muy especial del Maestro hacia aquella mujer a la que tanto había ayudado y que tanto confiaba en Él.
En cambio, la escena de Emaús nos permite ver cómo actúa el Resucitado en el corazón de dos discípulos desilusionados, que ya daban todo por perdido, que ni siquiera fueron al Sepulcro ni creyeron en el testimonio de las mujeres.
Emaús nos permite, así, descubrir cómo el Señor busca y ofrece cariño también a quien no lo merece. Si aplicamos esto a nuestras vidas, podemos reconocer que Él nos busca, con insistencia, aunque nos alejemos, aunque pequemos y vivamos con egoísmo.
De esta manera, el camino de Emaús es el camino de la humanidad caída, de la humanidad que sufre por culpa del pecado, de la humanidad que no tiene esperanza y vuelve sobre sí misma, cuando cree haber perdido la última salvación en la que había puesto su esperanza.
Al mismo tiempo, Emaús es el camino de la insistencia de Dios, de su amor cercano e incansable: nos busca incluso cuando hemos dejado a un lado nuestra fe, porque quiere darnos una nueva oportunidad.
Emaús, entonces, es un doble emblema: el de la desilusión y del fracaso, de la tristeza cuando nos falta Cristo; y el del cambio radical de una vida cuando se encuentra con el Resucitado. Benedicto XVI lo explicaba con las siguientes palabras:
“La localidad de Emaús no ha sido identificada con certeza. Son varias hipótesis, y esto no es privado de sugerencia, porque nos deja pensar que Emaús representa en realidad todo lugar: el camino que conduce allí es el camino de todo cristiano; es más, el camino de cada hombre. Sobre nuestros caminos Jesús Resucitado se hace compañero de viaje para encender en nuestros corazones el calor de la fe y de la esperanza y partir el pan de la vida eterna. En la conversación de los discípulos con el desconocido viajero impacta la expresión que el evangelista Lucas pone en boca de uno de ellos: «Nosotros esperábamos…» (24,21). Este verbo en pasado lo dice todo: Habíamos creído, habíamos seguido, habíamos esperado…, pero ahora ya todo ha terminado. También Jesús de Nazaret, que se había demostrado profeta poderoso en obras y en palabras, ha fracasado, y nosotros quedado desilusionados. Este drama de los discípulos de Emaús aparece como un reflejo de la situación de muchos cristianos de nuestro tiempo. Parece que la esperanza de la fe ha fallado. La misma fe entra en crisis a causa de experiencias negativas que nos hacen sentir abandonados por el Señor” (Benedicto XVI, Angelus, 6 de abril de 2008).
Aquellos discípulos habían amado y seguido a Cristo, habían sido generosos. Dieron su fe y su confianza al Galileo. Pero llegó el momento de la cruz, varias veces anunciado por el Maestro, y claramente profetizado en las Escrituras. Para ellos fue el fin: no había nada que hacer.
Se había abierto una pequeña esperanza, pero a la que no se ha hecho ningún caso: las voces de las mujeres quedan ahogadas por la falta de la evidencia que sería suficiente para llegar a la fe. A Cristo no lo han visto, y, por lo tanto, los anuncios angélicos sirven de poco…
Luego, sorprendentemente, Cristo llega y camina al lado de esos dos discípulos. A partir de ese momento, Emaús cambia radicalmente de aspecto, gracias al Señor Resucitado.
Cristo se acerca no de modo impositivo, sino como uno más. No avasalla: deja que la historia siga su camino. ¿Qué es lo único que pide? A veces basta un poco de educación, y Él puede empezar…
Dios tiene maneras particulares de “perseguir” a los hombres, maneras que van más allá de nuestros parámetros de justicia, de racionalización pastoral, de planeaciones generales.
Dios puede venir a nuestro encuentro así: como un desconocido que camina a nuestro lado, que recorre nuestras sendas, sin presentarse, sin pedirnos datos sobre nuestra vida, sobre nuestra historia.
En la escena evangélica, al ser acogido, Jesús explica las Escrituras: ¡ya estaba todo anunciado, todo predicho! Pero hacía falta la luz de Cristo, de su palabra, de su Espíritu Santo, para llegar a la comprensión. “La letra mata, el Espíritu da la vida” (2Cor 3,6). Ahora el Espíritu vivifica y da luz.
Hacia el final de la escena, Jesús acepta la invitación de quienes le han acogido. Sin saberlo ellos, los acogidos son ellos: al entrar Cristo en su casa ellos consiguen romper el velo de la oscuridad y entran en el misterio de la luz.
Con Cristo la luz ha vencido, y la esperanza se convierte en el distintivo del cristiano, a pesar de tantos reveses y tantas cruces. Seguimos con las palabras de Benedicto XVI en el Angelus antes citado:
“Pero este camino de Emaús en el cual caminamos puede convertirse en camino de una purificación y maduración de nuestra creencia en Dios. También hoy podemos entrar en diálogo con Jesús, escuchando Su Palabra. También hoy, Él parte el pan para nosotros y se nos da a Sí mismo como nuestro pan. Es así el encuentro con Cristo Resucitado, que es posible también hoy; nos da una fe más profunda y auténtica, templada, por así decir, a través del fuego del evento pascual; una fe robusta porque se nutre no de ideas humanas, sino de la Palabra de Dios y de su presencia real en la Eucaristía”.
Podemos pedir a Cristo la gracia de tenerlo siempre como compañero de camino, de poder recorrer siempre, con Él, nuestra vocación, sea cual sea el estado de vida en el que el Señor nos llama.
Mi corazón, con sencillez y confianza, le pide:
“Ven a mi lado en mis pruebas y en mis alegrías, y búscame si me alejo de Ti. Permíteme el don de descubrirte en la Eucaristía. Dame confianza, valor, entusiasmo, para que mi vida sea, de verdad, un testimonio constante de tu amor”.






