Por José Luis Oliva
Hay vidas que no deberían terminar a los cuarenta años.
Hay hombres cuyo brillo es tan natural, tan pleno, que uno supone, ingenuamente, que están hechos para durar.
Por eso la muerte de Javier Sartorius Milans de Bosch duele.
Aunque ya tiene casi veinte años, duele hondo en un corazón católico.
Cuando escuché su historia por primera vez, pensé que su muerte se debía a un accidente, en algo inesperado.
Pero Solo Javier, esa película bella y silenciosa como una plegaria, revela la verdad que nadie quiere enfrentar: dos años de dolor, dos años de colitis ulcerosa, dos años de noches imposibles… vividos con una sonrisa que no era valentía fingida, sino un tipo de amor que ya casi no recordamos.
En una sala casi vacía de Querétaro —vacía, como tantas cosas que importan— mi esposa y yo vimos desfilar a ese joven adinerado, deportista brillante, seductor natural, que decide abandonar los espejismos del éxito para abrazar lo que casi nadie quiere:
los “sin nada”.
Los homeless de Los Ángeles.
Los niños discapacitados y pobres de Cuzco.
Las almas olvidadas de este mundo veloz.
Y mientras la película avanzaba, uno siente dentro una punzada inevitable:
¿Por qué él sí? ¿Por qué él se dio entero… y yo no?
Porque Javier no ayudaba: se entregaba.
No acompañaba: se despojaba.
No daba limosna: daba su vida.
Y, sin embargo —porque la verdad nunca es simple— hay una pregunta que se queda clavada, incómoda, luminosa y necesaria.
Una pregunta que, como diría el Abate Dinouart en El arte de callar, pertenece a ese tipo de verdades que no deben silenciarse, aunque duelan:
¿Cuánto sufrimiento podría haberse evitado Javier?
Porque cuando la enfermedad llegó, Javier no buscó alternativas.
No luchó como cualquiera lo haría por el don más sagrado que tenemos: la vida.
No exploró médicos, terapias, caminos naturales o espirituales.
No se aferró a este mundo… o tal vez sí, pero desde otra orilla.
La orilla de quien ha decidido que su vida ya no le pertenece.
Y uno, como espectador, siente el impulso casi infantil de protestar:
¡No te vayas! ¡No así! ¡No tan pronto!
Porque el mundo necesita a hombres como él.
Porque los pobres necesitan a hombres como él.
Porque los ricos —sobre todo los ricos— necesitan ser confrontados por hombres como él.
Los homeless no nacieron solos.
Los niños de Cuzco no cayeron del cielo.
Son frutos amargos de un sistema que fabrica riqueza obscena y miseria sistemática.
Y quizá —solo quizá— Javier podría haber salvado más vidas, cambiado más conciencias, tocado más corazones… si hubiera decidido quedarse.
Si hubiese luchado por su salud.
Si hubiese regresado, aunque fuera por un tiempo, a hablarle al mundo de donde venía.
A sacudir a los cómodos.
A incomodar a los avaros.
A recordarles que un solo automóvil de lujo equivale al ingreso de mil familias campesinas peruanas durante toda su vida.
Si hubiera hecho eso, probablemente no habría hoy un documental con su nombre.
Pero, quizá, habría más niños comidos, más centros comunitarios, más conciencias transformadas.
Y, sobre todo:
estaría vivo.
Y, sin embargo —y esto es lo que destroza— su vida corta fue tan honesta, tan pura, tan consagrada a lo esencial, que nos deja una deuda:
la deuda de no seguir igual.
El Abate Dinouart decía:
«No se escribe bastante cuando no se dice lo que debe decirse.»
Y hoy lo que debe decirse es simple, brutal, hermoso, urgente:
El mundo no necesita espectadores.
Necesita personas encendidas.
Personas que den un paso.
Personas que salgan de sí mismas.
Personas que no esperen a enfermar o a sufrir para descubrir que la vida es servicio.
Javier vivió rápido, vivió hondo, vivió entregado.
Su muerte no es un final: es una sacudida.
Una llamada.
Una incomodidad que arde.
Una pregunta que no se apaga:
¿Y yo, qué estoy esperando?






