Por P. Fernando Pascual

Al transmitir la fe, en familia, en una escuela católica, en la parroquia, pueden surgir las preguntas: ¿va a servir para algo? ¿No será más fuerte el mundo y las pasiones en el corazón de quienes ahora escuchan el mensaje?

Esas preguntas pueden llevar a pensar que el esfuerzo es inútil. Lo que ahora decimos a niños, adolescentes, jóvenes o adultos, será arrebatado por las fuerzas del mundo y quedará inutilizado ante los mensajes que la gente ve en Internet, o en la televisión, o en las músicas, o entre amigos.

En ocasiones, el catequista, el padre y la madre de familia, el párroco, el maestro de religión, pueden sentirse derrotados antes de empezar la batalla: la evangelización no será suficiente para evitar que nuestros oyentes conserven la fe y vivan el Evangelio.

Pensar de esta manera implica un doble error. Primero: suponer que bastan nuestras palabras, incluso si están acompañadas por fuego y por coherencia de vida, para ayudar a otros en su fe, cuando en realidad lo único que toca un corazón a fondo es la gracia de Dios y el encuentro sincero con Cristo.

Segundo error: olvidar que la gracia actúa siempre, incluso a pesar de nosotros, como si nuestro “fracaso” fuera la última palabra y no hubiera “algo” más allá de nuestro esfuerzo evangelizador.

Necesitamos recordar que nuestra siembra cae en corazones que, incluso cuando no se dan cuenta, necesitan la salvación de Dios y anhelan entrar en el mundo maravilloso de la vida cristiana, de la plena pertenencia a la Iglesia católica.

Necesitamos, al mismo tiempo, ser conscientes de que nuestras palabras llegan hasta el umbral de las personas, y de que solo Dios produce los cambios profundos en cada alma.

Si tenemos esto presente, evitaremos el peligro de confiar demasiado en nuestros esfuerzos, lo cual suele, con el tiempo, llevarnos al sentimiento de fracaso al ver muy pocos “resultados”.

Al mismo tiempo, nos permitirá actuar, hablar, escribir, con una completa confianza en Dios. Se nos pide solo ser colaboradores de Su acción, para acercar a otros al pórtico del encuentro con Dios, el único que de verdad transforma plenamente nuestros corazones.

 


 

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