Homilía del Padre Eduardo Hayen Cuarón en el 25 aniversario de su ordenación sacerdotal.

¡Qué grande es, para la Iglesia, el don del sacerdocio! Los sacerdotes hemos de vivir en asombro continuo por las maravillas que Dios obra a través de nuestra pobreza humana. No dejo de recordar aquel 8 de diciembre del año 2000 cuando, por imposición de manos y oración consecratoria de don Renato Ascencio León, me fue conferido el sacramento del Orden. Fue la culminación de un proceso que inició en 1991, obra de la Providencia de Dios y de la intercesión maternal de la Inmaculada Virgen María. Me emociona de manera particular haber sido ordenado, junto con el padre Felipe de Jesús Juárez, el día en que la Iglesia celebra a María concebida sin pecado.

Desde que Jesús, desde la cruz, dijo a su Madre: «He ahí a tu hijo», la Virgen santa nos adoptó como hijos, y desde entonces no deja de darnos signos de su presencia. A mí me dio varios. El día en que nací es un día mariano, el 5 de agosto, la Dedicación de la Basílica de Santa María Mayor, en Roma. La formación que tuve en el colegio de los hermanos maristas; las gracias y favores que me concedió para conseguir los empleos que tuve; mi misma conversión para que yo regresara a la fe católica; mi camino vocacional encomendado a ella, las fechas de mi ordenación diaconal y sacerdotal, y esta parroquia en la que sirvo, que está dedicada a Nuestra Señora de Guadalupe.

La Virgen Inmaculada y los sacerdotes estamos unidos por una misma misión: ella y nosotros hemos recibido la gracia, pero de un modo distinto. María, desde su concepción fue la Llena de Gracia, totalmente colmada por la vida divina que Dios le participaba en vistas a ser la Madre de Jesús y de la humanidad. Donde hay la plenitud de la gracia no hay espacio para el pecado. Es la máxima santidad que tiene una criatura. Por eso la Iglesia la llama «toda santa», «toda pura», «la Inmaculada».

Los sacerdotes, en cambio, hemos sido tomados del barro humano manchado por el pecado, pero revestidos de una gracia particular que nos imprime carácter y que nos configura ontológicamente con Cristo Cabeza y Pastor para poder actuar «en la persona de Cristo Cabeza, y así poder enseñar, santificar y gobernar al Pueblo de Dios.

Dice la Carta a los Hebreos que «Todo Sumo Sacerdote es tomado de entre los hombres. puesto para intervenir en favor de los hombres en todo aquello que se refiere al servicio de Dios… él puede mostrarse indulgente con los descarriados porque él mismo está sujeto a la debilidad humana» (Heb 5,1-2).

Cuando reviso mi propia historia, con mis heridas, mis errores, manchas y pecados, no puedo menos que asombrarme por el cumplimiento, en mí, de estas palabras del autor de la Carta a los Hebreos. Hoy sigue resonando dentro de mí esa pregunta que Jesús hizo a Simón Pedro: «¿Me amas?» (Jn 21,15), y hoy en cada Eucaristía que celebro le sigo dando mi respuesta: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero». Es el amor de Jesús el que ha sanado mi corazón y el que me da la gracia para acompañar en sus luchas a mis hermanos, con compasión y comprensión, el camino de la salvación.

Soy lo que soy por mis padres. A ellos les debo la vida y la fe. Mi padre, quien desde hace cuatro años ya no está con nosotros, me dio siempre un testimonio de responsabilidad, de fe y de respaldo a mi decisión de ser sacerdote. Mi madre, con su vida cristiana me enseñó a rezar y me educó en la fe. Con sus oraciones y lágrimas, como santa Mónica, me trajo de nuevo a la vida cristiana después de unos años de alejamiento. Mi madre, con tus consejos, su apoyo y con sus oraciones me ha hecho sentir arropado por el amor de María. Recuerdo sus palabras en una estampita de la Virgen que me entregó cuando me fui al Seminario donde me decía ahora Ella, la Inmaculada, ocuparía su lugar.

Y, sobre todo, agradezco tanto a Dios y a ella por su testimonio de mujer, de esposa, de madre cristiana y de Voluntaria Vicentina. Creo que mi sacerdocio se lo debo, en mucho, al ejemplo que he recibido de ella, de mi abuela y algunas de mis tías. Como «las Mujeres que seguían y servían a Jesús con sus bienes desde Galilea hasta la Cruz» (Lc 8,1-3), ellas me enseñaron, en silencio, lo que hizo Jesús: aprender que a la vida no venimos a ser servidos sino a servir y a entregarla la vida.

Dice un salmo: «¡Mirad qué bueno y qué agradable es que los hermanos vivan unidos!» (Sal 133). A Adriana, Héctor y Alejandro les doy las gracias por su amor y cariño de hermanos, por su generosidad y su entrega a los demás, cada uno de manera diferente y a su propio ritmo en el seguimiento de Jesús, a mis sobrinos, por la unidad que hay entre nosotros. Mi familia es muy unida, gracias a Dios, y eso ha estimulado mi sacerdocio para buscar formar comunidades parroquiales unidas ahí donde el Señor me ha enviado.

Dice el profeta Malaquías: «Porque los labios del sacerdote guardan la ciencia, y de su boca se busca la instrucción, porque es mensajero del Señor de los ejércitos» (Mal 2,7). Agradezco infinitamente a todos los sacerdotes que Dios puso en mi camino y que han sido inspiración en el ministerio. a monseñor Isidro Payán quien me bautizó. A los padres Flor María Rigoni, escalabriniano, y al padre Osvaldo Gorzegno que supieron orientarme al inicio de mi vocación; a monseñor René Blanco, quien fue mi padrino de ordenación.

Enseña san Pablo: «Os rogamos, hermanos, que tengáis en consideración a los que os presiden en el Señor y os amonestan; tenedlos en máxima estima con amor, por su trabajo». (1Tes 5,12). A mis obispos, todo mi cariño, adhesión y mi respeto: a don Manuel Talamás, siempre una inspiración; a don Juan Sandoval quien me abrió las puertas del Seminario, a don Renato Ascencio que me impuso las manos el día de mi ordenación; y a mi obispo actual don José Guadalupe Torres, a quien le admiro su amor a la Iglesia, su ecuanimidad, su buen humor, su cercanía y a quien le agradezco su confianza y su guía.

A mis hermanos sacerdotes en el presbiterio les puedo decir, como san Pablo, que «ellos completan mi gozo teniendo un mismo amor, un mismo corazón, un mismo sentir» (Fil 2,2). Me conforta mucho su amistad, su hospitalidad, su cercanía y amistad. Es bellísimo compartir con ellos y con el obispo, el único sacerdocio y ministerio de Cristo. Es un honor pertenecer a este presbiterio de Ciudad Juárez donde somos hermanos y cuya cabeza visible es don Guadalupe a quien honramos como padre.

Dice también san Pablo: «Yo me gastaré con mucho gusto y me dejaré gastar del todo por vuestras almas». (2Cor 12.,15). ¿Cómo no agradecer a las parroquias a las que me ha tocado acompañar? A la comunidad de San Felipe de Jesús donde serví ocho años y en la que fue mi luna de miel sacerdotal; a la comunidad de la Divina Providencia que me recibió con apertura y me despidió con tanto cariño; y a mi comunidad actual de Catedral a la que acompaño desde hace 13 años. También pido perdón a Dios y a estas tres comunidades por mis errores, defectos, fallas, omisiones, por no estar a la altura de las exigencias pastorales de Cristo en el ministerio.

Es esta parroquia de Catedral la que ma ha hecho madurar más en la vida sacerdotal. Aquí he entendido más a Jesús que «veía a las multitudes, se compadecía de ellas porque estaban cansadas y abatidas, como ovejas sin pastor» (Mt 9,36). En Catedral he tenido los mayores retos y también enormes alegrías. Una muy grande ha sido el trabajo con las religiosas, mis hermanas, las Misioneras de Jesús Hostia a quienes quiero de corazón; y también con el trabajo de los vicarios, actualmente el padre Arturo Martínez y el padre Daniel Samaniego, a quienes quiero como hermanos.

La comunidad de Catedral me ha hecho crecer con la sencillez y la humildad de su gente, con la fe viva de tantas personas que buscan escucha y consuelo en situaciones desesperadas; con tantos migrantes y personas heridas que son las llagas de Jesús, y a quienes atienden con tanta servicialidad mis hermanos de la Misión Columbana, el padre Guillermo Morton, Cristina Coronado y su equipo. Gracias de corazón a todo el personal que trabaja en la administración de la Catedral y en la Librería por su entrega, entusiasmo y alegría de todos los días.

El Señor me ha pedido prestar un servicio a la diócesis más allá de las parroquias, uno de ellos a través de la palabra escrita. «Escuchar a Jesús en la oscuridad para hablarlo a la luz; escucharlo en el oído para proclamarlo desde las azoteas» (Mt 10,27). Mis hermanas del periódico Presencia y yo hemos trabajado, durante estos 25 años, en la evangelización y la catequesis escrita. Admiro su profesionalismo y sentido de responsablidad de cada una, que no se avergüenzan del evangelio «porque es poder de Dios para salvación a todo aquel que cree». (Rom 1,16).

La Virgen Inmaculada es el primer fruto perfecto de la Redención y el modelo de lo que Dios quiere para cada persona: vida plena, sin sombra de muerte espiritual. Ella nos impulsa a trabajar por una cultura de la vida. Admiro muchísimo a quienes en esta diócesis trabajan por crear esta cultura: el CAMJ, Laicos en Misión Permanente, 40 Días por la Vida, Vifac, Mater Filius, Método Billings y el Viñedo de Raquel. Todos ellos abren caminos al Evangelio orando para salvar a los no nacidos, orientando a las mujeres con embarazo en crisis, formando a los matrimonios que buscan la paternidad responsable en el plan de Dios, curando a las mujeres que pasaron por un proceso de aborto. No deja de asombrarme el amor y valentía que tienen las organizaciones pro vida para vivir el mandato del Señor: «Te pongo delante la vida y la muerte… Escoge la vida para que vivas. tú y tu descendencia» (Dt 30,19-20).

Como los apóstoles que oraban con María Inmaculada esperando al Espíritu Santo en Pentecostés (Hch 2,1-4), así la diócesis ora con la Virgen cada año en el Rosario Viviente. El Señor me ha brindado la oportunidad de participar en la organización del Rosario Viviente, una actividad pastoral que suscita tanto entusiasmo, respuesta generosa, comunión de corazones y alegría sobrenatural. Los sacerdotes y los laicos que integran este equipo me han enseñado a trabajar como «los creyentes que tenían un solo corazón y una sola alma» (Hch 4, 32) con orden y disciplina, con sentido de mucha responsabilidad pero, sobre todo, con una gran fe y amor al Señor, a su Madre, al obispo y a la Iglesia.

Hoy que contemplamos a María, la Mujer Inmaculada que aplasta la cabeza de la serpiente, me alegro profundamente de saber que, como sacerdote, estoy asociado a ella en esa «enemistad santa» contra el mal. Todos los días lo combatimos los sacerdotes en el confesionario, en la predicación de la verdad; acompañando a los enfermos y oprimidos por el diablo, y también cuando el cansancio arrecia. Cada Eucaristía, cada absolución, cada orientación espiritual es un pisotón a la cabeza del mal. María está junto a nosotros en esa lucha.

Han sido 25 años de muchas alegrías espirituales y también de buenas dosis de sufrimientos. En el sacerdocio he encontrado la Cruz y la Resurrección. Creo que es esa gracia de estado que acompaña al sacramento del Orden la que me ha permitido permanecer en el ministerio.

Me encomiendo a la oración de todos ustedes, querida parroquia, familia y amigos que me acompañan, para que así como la Virgen María dijo «Hágase» cuando el ángel Gabriel la visitó, yo también, junto con mi obispo y mis hermanos sacerdotes, podamos renovar nuestra entrega cada mañana al celebrar la Santa Misa, cuando pasemos por pruebas difíciles, cuando tengamos que ir a ver a los enfermos durante la noche, cuando celebremos cada uno de los sacramentos y debamos de ser pastores que acompañan al pueblo en sus batallas.

Que al levantar cada día la hostia y el cáliz con las manos ungidas, sigamos diciendo «hágase en mí», y así nuestro sacerdocio sea la prolongación de aquel bendito «Fiat» de la Virgen María. Amén.

 


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