Por P. Fernando Pascual

Nos gusta el orden porque genera cierta seguridad, porque encontramos las cosas, porque evitamos sustos, porque caminamos con la idea de que todo procede como de costumbre.

El caos, sin embargo, aparece por sorpresa, casi en los momentos menos esperados: desaparecen las llaves, se vuelven locos los semáforos, salta la luz de la oficina, y una huelga salvaje cambia todos los planes del día.

Si el caos fuera previsible, no sería caos… O, al menos, si fuera un caos previsible nos permitiría ajustarnos, escoger otra calle, llevar un libro para leer cuando salten los fusibles, y recordar dónde están las llaves de emergencia.

Ante el caos, buscamos tener fuerza interior para afrontar lo imprevisible, lo que llega de manera sorprendente, lo que rompe nuestros esquemas y nos introduce en un mundo desquiciado.

Esa fuerza interior hará que estemos serenos cuando la falta de luz nos obligue a cambiar de planes, cuando la huelga nos impida llegar a la cita con el médico, cuando un dolor de garganta fulminante nos obligue a tomar medidas contra lo que parece una gripe.

No siempre tendremos la serenidad ni la lucidez para acoger el caos que llega por sorpresa. En ocasiones, sentiremos confusión, o desaliento, o simplemente tristeza por el repentino cambio de planes.

Luego, tras superar el momento caótico, agradeceremos que la luz vuelva a brillar como siempre, que los semáforos recuperen el ritmo ordinario (otro modo de decir “ordenado”), y que las personas se mantengan en esas actitudes que conocemos y que nos permiten tratarlas seguros de que hoy se comportarán educadamente.

 


 

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