Por P. Joaquín Antonio Peñalosa

En los más diversos campos de la vida humana, nos topamos con personas intolerantes, esos furiosos convencidos de que únicamente son ciertas y válidas sus ideas y sus acciones y que, por lo mismo, solo ellos tienen la razón, siempre y en todo, de acuerdo con su divisa zoológica, “esta mula es mi macho” y de ahí no se bajan. Jamás se equivocan, jamás ceden. Salve, maestros.

Los intolerantes surgen en la actividad política, en el sentimiento patriótico, en el ámbito de la cultura, en la convivencia social y en el mismo cuerpo religioso con el nombre de integrismo o fundamentalismo.

Escudándose en las grandes palabras de fe, patria, cultura, el intolerante pretende imponer a los demás su manera de pensar y de vivir, según condena sin remisión a quienes no comparten su propio fanatismo. Porque fanatismo e intolerancia caminan siempre de la mano.

El intolerante se constituye en modelo, molde y arquetipo; quien no piense y obre como él queda automáticamente condenado como enemigo. Sobran los que, considerándose representantes auténticos de la democracia, niegan que sean demócratas los que no sostienen exactamente sus ideas o programas. Como a nombre de la ortodoxia se puede menospreciar a los creyentes, solo porque nuestra manera de entender la religión era, a nuestro juicio, la única válida.

El intolerante es un soberbio acomplejado, casi enfermo psicológico, que necesita erigirse sobre los demás en un pedestal altivo y desde ahí atacar y condenar a los demás en defensa de su criterio y actitudes o para poner a salvo su prestigio personal o de grupo.

El intolerante es un ser negativo, una persona incomprensiva, cerrada intelectual y vitalmente como cualquier crustáceo; un violento sin vigencia práctica; porque la antigua filosofía de “ojo por ojo y diente por diente”, según aseveró Martin Luther King, acaba dejando a todos ciegos y desmolados. La intolerancia y la violencia son el recurso de los débiles, gente-poquita-cosa, tan corta de entendederas, que así trata de disimular sus carencias.

El intolerante debe llevar una profunda angustia en el alma como una llaga, porque se hace injusto pretendiendo defender la justicia, mentiroso creyendo que sirve a la verdad y mezquino pensando que divulga el bien. Y así vive el injusto juez condenando sin proceso a cuantos no piensan ni actúan como él.

La tolerancia, por el contrario, es el respeto y la consideración hacia las opiniones y prácticas de los demás, aunque nos cueste aceptar el hecho de que hay, de que debe haber diferencias. El tolerante, sin abjurar de sus convicciones, es comprensivo y moderado, abierto al diálogo y a la comprensión humana. Sabe que cada cabeza es un mundo y que los hombres son como las estrellas de que habla la Biblia, cada una con su propio color, su propia ruta, su propio fuego.

Artículo publicado en El Sol de San Luis, 25 de julio de 1992; El Sol de México, 30 de julio de 1992.

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 28 de diciembre de 2025 No. 1590

 


 

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