Por P. Fernando Pascual
Saltó la luz en aquella oficina. Se estropearon dos computadoras. Hay que comprender qué pasó y, si hace falta, encontrar a un responsable del accidente.
Un trabajador en la habitación de al lado había apagado un interruptor, para que dejase de molestarle una luz del techo. Antes de salir, encendió el interruptor.
El encargado de sistemas sospecha que el salto de luz coincidió con el acto de aquel trabajador. Esa sería, entonces, la causa del accidente.
Habla con el trabajador, le pregunta qué hizo. Intuye que los horarios coinciden. Sospecha que la raíz del problema estuvo allí, en ese encender descuidadamente un interruptor.
Al poco tiempo, se descubre que en la misma oficina un empleado había enchufado una computadora en una toma de corriente que ya estaba sobrecargada, y que lo más probable es que ese acto hubiera causado el apagón.
Una historia como la anterior ocurre con frecuencia. Una primera investigación elabora una teoría que, con el pasar del tiempo, se revela falsa.
Surge, sin embargo, un problema cuando la primera investigación lleva a acusar a un inocente, incluso se empieza a sancionarle, cuando en realidad había que analizar mejor todo lo sucedido.
Las sospechas infundadas pueden crear grandes daños, sobre todo en quien, de repente, se ve acusado de unos daños de los cuales no sería responsable.
No es fácil identificar, cuando hay males que surgen desde descuidos y errores humanos, quién sea el verdadero responsable de lo ocurrido. Pero siempre podemos poner un serio empeño, a la hora de investigar los hechos, para llegar a comprenderlos plenamente.
De este modo, evitaremos las heridas que se causan sobre inocentes cuando se dan como válidas sospechas infundadas, y crearemos un clima de respeto y armonía entre quienes colaboran en cualquier tipo de actividad, en medio de los diferentes sucesos que puedan ocurrir sin culpa o con culpa a lo largo de la jornada.
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