Por Felipe Monroy*

No podrían provenir de situaciones más disímiles e incluso sus respectivas plataformas políticas son antitéticas, pero casi de forma sincronizada, varios liderazgos políticos han revivido una declarada predominancia de ciertos símbolos religiosos por encima de los considerados ‘valores tradicionales’ del Estado moderno.

En la misma semana, Trump, Sheinbaum, Mélenchon y otros referentes políticos han echado mano de representaciones materiales religiosas que transmiten específicos conceptos sagrados en sus respectivos pueblos como fundamentos estructurantes de sus correspondientes naciones, incluso los han erigido como activos precedentes y prevalentes a la misma constitución del Estado. La Inmaculada Concepción, la Virgen de Guadalupe, el velo coránico y otros símbolos religiosos en voz de representantes políticos abren un fenómeno inédito que obliga a un análisis serio sobre cómo se dinamiza hoy la política y cuáles son las fuerzas de poder sobre las que se están jugando las identidades patrióticas.

En primer lugar, hay que recordar que prácticamente después de la caída de los imperialismos decimonónicos, los ideales que siguieron dando sentido, cohesión y soporte a los Estados-Nación fueron los principios de soberanía, nacionalismo, un lenguaje y un ordenamiento jurídico ejecutados por una burocracia funcional y casi aséptica; y dichos ideales sólo podían alcanzar a las diversidades internas de cada nación por medio de la secularización, el progreso, la razón o la democracia (aunque para finales del siglo pasado, estos ideales se sometieron además a la deificación del mercado, como una fuerza absoluta y universal).

Como apuntan los sociólogos Dubet y Martuccelli, para poder identificar a una sociedad como “moderna” parecía indispensable que el campo del progreso se opusiera al campo de lo reaccionario y que el campo de la razón y de la democracia estuviera en franca animadversión al de la religión y la tradición. Por ello, las categorías políticas de ‘izquierda’ y ‘derecha’ podían tensionarse por mil aspectos, pero siempre convergían en ideales de progreso secularizado y racional. Sin embargo, hoy el gran viraje político parece apuntar a la revaloración de la tradición, lo trascendente, lo emocional y lo religioso.

Donald Trump se convirtió en el primer presidente de los Estados Unidos en reconocer y honrar públicamente la fiesta católica de la Inmaculada Concepción de María (uno de los cuatro dogmas marianos del catolicismo). Aunque en sus casi 250 años de historia, EU ha tenido dos mandatarios católicos (Kennedy y Biden), Trump –declarado cristiano no denominacional– aseguró que la Virgen María ha desempeñado un “papel particular… en nuestra gran historia estadounidense”.

El mensaje de Trump reivindica la presencia de María en aspectos que configuran la propia identidad estadounidense: la Guerra y la Declaración de la Independencia, el triunfo contra los británicos en Nuevo Orleans, el modelo educativo, la integración migratoria y hasta la masividad arquitectónica del ‘nuevo mundo’; pero además reconoce de la Virgen María su “papel insustituible en el avance de la paz, la esperanza y el amor en Estados Unidos y más allá de sus fronteras”.

En México, la presidenta Claudia Sheinbaum, después de llamar por teléfono al papa León XIV en el día de la fiesta litúrgica a la Virgen de Guadalupe reconoció no sólo que el 12 de diciembre es una “fecha especial para el pueblo de México” sino que “más allá de la religión que profese cada persona y de la laicidad del Estado, la Virgen de Guadalupe es símbolo de identidad y paz para las y los mexicanos”.

La expresión es inédita. No sólo porque durante casi siglo y medio de separación Iglesia-Estado, la primera magistratura de la nación parecía estar obligada a “mirar hacia otro lado” mientras el fenómeno social y religioso más importante del país moviliza física y espiritualmente a millones de mexicanos; sino porque, el mantra de la ‘laicidad del Estado’ ha favorecido tanto a una neutralidad institucional ante la religión católica como a diversas expresiones de desprecio antirreligioso institucionalizado especialmente dirigidos contra el catolicismo mexicano.

Que la mandataria, quien se ha declarado reiteradamente como ‘no religiosa’ y cuya trayectoria política corre junto a cierta izquierda anticlerical, laicista y secularización, ahora jerarquice a la Virgen de Guadalupe como un símbolo de identidad nacional que antecede a ‘lo religioso’ y al ‘Estado laico’, sin duda es digno de analizarse.

Finalmente, quizá en el mejor de los ejemplos sobre cómo los símbolos religiosos han recobrado un papel preponderante en la dinamización de la nueva política, es el caso del histórico líder de la izquierda francesa y tres veces candidato presidencial Jean-Luc Mélenchon quien fue llamado a comparecer ante la Asamblea Nacional acusado de propiciar vínculos entre su movimiento político y redes islamistas. En su larga disertación, Mélenchon reconoció que su ideología secularista y republicana ha evolucionado desde una “forma cruda de anticlericalismo” a un “discernimiento maduro sobre los símbolos religiosos” en el espacio público pues dijo: “En Francia, es el Estado el que es laico, no la calle”.

En otra intervención, el dirigente de izquierda reconoció que el hiyab (el velo islámico) sólo es percibido como un ‘sometimiento al hombre’ desde la perspectiva cristiana; pues, relató que, para las mujeres musulmanas se trata de un acto de libertad, pues “no se someten a ningún hombre” sino que “sólo se someten a Dios”. Para Mélenchon, sin decirlo directamente, el velo islámico podría representar un símbolo de libertad para las mujeres musulmanas; una actitud política frente a la discriminación religiosa, el racismo y el integrismo ‘eurocentrista y cristiano’.

En conclusión, la política parece estar abandonando el secularismo racional y el neoliberalismo pragmático como soportes esenciales de la identidad del Estado laico y del progreso nacional; y ante el crecimiento de una nueva política más emocional y propagandística, los símbolos religiosos en la narrativa política ya no son una anécdota. Lo confirmó José Antonio Kast, el presidente electo de Chile: “Primero soy católico y después soy político… decirlo así nos ayuda a dimensionar lo grave que es lo que plantea la izquierda que es la secularización, es decir: alejar lo más íntimo y personal que es tu fe de tu opción pública”. Veremos más ejemplos parecidos.

*Director VCNoticias.com

 
Imagen de Hans en Pixabay


 

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