Por Mónica Muñoz |
Recuerdos gratos que vuelven a la memoria para deleitar al protagonista, vivencias añejas que al ser resucitadas, devuelven el brillo a los ojos de quien narra su experiencia, momentos dulces que permiten a quien escucha, ser parte por un instante de la vida pasada de su interlocutor. Eso es lo que permite al ser humano ser distinto, no sólo de los animales, sino de otras personas, pues así como cada cabeza es un mundo, los recuerdos son marcas que nos hacen únicos, especiales e irrepetibles.
De este modo, la memoria, maravillosa función de nuestro cerebro, permite que quien evoca situaciones que lo hicieron feliz en alguna época de su vida, vuelva a experimentar el inmenso placer que le concedió esa circunstancia especial que conjuntó al momento oportuno y a la gente adecuada para otorgarle la categoría de “hermoso recuerdo”.
Porque creo que todos coincidimos en que “recordar es volver a vivir”, ¿no es cierto?, por eso, cuando escuchamos determinada canción de antaño, percibimos algún aroma conocido o probamos un sabor familiar, nuestra mente da un brinco hacia el pasado y nos vemos envueltos en una apacible atmósfera de añoranza y felicidad que puede hacernos llegar al borde de las lágrimas.
Y me niego a aceptar que eso sea llamado “cursilería”. Creo más bien que se trata de un sutil rasgo de amor de Dios por sus hijos e hijas, para que, en circunstancias difíciles de la vida, tengamos el valor de enfrentar lo que venga, con la esperanza de que los tropiezos y pruebas serán momentáneos, y que además, siempre vendrán épocas mejores.
¿O quién no se deleita platicando costumbres familiares que tenían en su casa durante su infancia? Porque siempre es grato convivir con la parentela, las grandes reuniones familiares son benditas oportunidades para celebrar acontecimientos felices que marcan a los niños y los motivan a seguir unidos y a continuar con sus propios hijos lo que aprendieron en el seno de su familia de origen.
Por eso estoy segura de que todos conservamos en el corazón algún recuerdo que nos hace volver la mirada atrás, a los viejos tiempos, y pensamos con nostalgia en ciertos eventos que se repetían con regularidad, o bien, revivimos actividades realizadas con nuestros padres, tíos, abuelos y primos, resultando un bálsamo para el alma actualizar esas épocas de alegría, paz y unión.
Tal puede ser el caso de las Navidades pasadas en la casa de los abuelos, los paseos en familia, los juegos con los primos y amigos de la cuadra, o bien, algo simple y profundo como las comidas y pláticas compartidas con nuestros padres y hermanos.
Es verdad que la memoria también mantiene impresos recuerdos infelices que aún nos hacen daño, por eso es muy sano hacer ejercicios mentales en los que agradezcamos a Dios por lo que tenemos y somos hoy, creyendo firmemente que lo que antes nos lastimó nos ha hecho fuertes, como dice el libro del Eclesiástico: “…en los infortunios ten paciencia, pues el oro se purifica con el fuego y el hombre a quien Dios ama, en el crisol del sufrimiento.” (Eclo 2, 4-5). Además, esa situación ya pasó, ya no puede ni debe herirnos, sino que debemos mirar hacia adelante con fe.
Pero volviendo a los recuerdos amables, tengo muy presente a una amiga a la cual frecuenté durante muchos años, una señora mayor que tenía una plática muy sabrosa y agradable, quien hacía de nuestras charlas una verdadera recopilación de vívidas escenas de su vida; un día era una traviesa niña que habitaba una enorme casa en el centro de Celaya, mimada por su familia y que había tenido la oportunidad de bañarse en el abundante chorro que caía de la Bola de Agua, hoy símbolo de la ciudad. Otra vez, era una adolescente de carácter fuerte que había conquistado a un hombre quince años mayor que ella, quien la llenaba de halagos y regalos para conseguir su amor, y que, cuarenta años más tarde, seguía rendido a sus pies. En otra ocasión, se convertía en una mujer, madre de nueve hijos, de gran piedad y amor a Dios y a la Virgen, organizadora de eventos religiosos en su calle que unían a su familia y vecinos, preocupada por todos como si fueran únicos. Una vez más, estaba de visita con los presos en la cárcel para llevarles comida, en fin, que cada entrevista con ella me hacía parte de su historia y permitía a su corazón vivir de nuevo los tiempos lejanos. Descansa ya mi gran y alegre amiga, pero me ha dejado una gran enseñanza: Todo lo que se hace en esta vida, por amor a Dios, no queda sin recompensa.
Además, me queda claro que cada uno es responsable de su propia historia, vamos construyendo nuevos recuerdos conforme pasan los días, los meses y los años, a veces habrá situaciones que no podremos controlar, sin embargo es nuestra y nadie más puede escribirla, por eso debemos trabajar para que sea una muy buena, llena de momentos felices con nuestra familia y amigos. Ese será nuestro legado, una vida digna de recordarse.
¡Que tengan excelente semana!