Por Gilberto Hernández García /

 Una de las regiones de invaluable riqueza cultural en México lo constituye el semidesierto queretano –comprendido en los municipios de Tolimán, Colón, Cadereyta y Ezequiel Montes–, donde se asienta una serie de comunidades indígenas de habla otomí que se reconocen descendientes de las antiguas tribus chichimecas que habitaron gran parte del centro-norte del México antiguo.

En la época prehispánica esta fue una zona de frontera donde convivían grupos seminómadas de recolectores y cazadores que eran conocidos genéricamente como “chichimecas”, con pueblos agrícolas mesoamericanos con los que intercambiaban bienes y disputaban territorios.

Con el proceso colonizador iniciado por los conquistadores ibéricos en el siglo XVI, la región se fue poblando con grupos otomíes bajo el aval de la corona de España, a pesar de la feroz resistencia que opusieron los chichimecas. Muchos de ellos fueron exterminados, sin embargo algunos grupos aceptaron congregarse, se mezclaron con los otomíes y adoptaron su lengua. Así, la cultura de esta región es fruto de la fusión entre chichimecas, la cultura otomí y la fuerte influencia del catolicismo, traído por los españoles.

Profundo espíritu religioso

Las comunidades otomí-chichimecas han mantenido un profundo espíritu religioso ligado a la naturaleza, particularmente con el agua y los cerros: La Peña de Bernal, que señala el principio y el fin de los tiempos; el Pinal del Zamorano, dador del agua y de la vida donde habitan los abuelitos nejos y el Cerro del Frontón, donde, según sus creencias,  se apareció el Divino Salvador.

Así, en sus rituales ancestrales, cada año los pobladores suben en peregrinación a estos cerros con sus cruces milagrosas para pedir el agua, la protección divina y para venerar a los mecos, sus antepasados chichimecas y a los xita, sus ancestros otomíes. Xitata, papa de los abuelitos, la antigua deidad solar otomí se fundió con la Santa Cruz en un solo culto.

Espacios sagrados de encuentro

Capilla2Además de los lugares naturales de culto, en un ejercicio de admirable sincretismo, los pueblos otomí-chichimecas del semidesierto queretano construyeron nuevos espacios sagrados de encuentro entre los vivos y los muertos: las capillas familiares. En esta zona se encuentran cerca de 260 de estas capillas en distinto estado de conservación, la mayoría edificada en el siglo XVIII.

Estos oratorios, que generalmente miden  unos 5 por 10 metros, son el signo distintivo de la presencia otomí en el centro de México desde el periodo colonial hasta nuestros días; en ellos “residen las ánimas de los ancestros mecos (chichimecas), allí se encuentran la protección y el poder, la continuidad del linaje familiar, piedra angular de la organización comunitaria”, según comenta don Erasmo Sánchez Luna, cronista de Tolimán, municipio donde se encuentra una buena cantidad de estas capillas.

El conjunto de las capillas familiares, fabricadas de piedra, cal y canto, con techo de bóveda de cañón corrido o en algunos casos con cúpula o techo de palma de dos agua, comprende  un primer elemento constitutivo: un espacio exterior formado por un pequeño atrio donde se ubican uno o dos nichos pequeños conocidos como calvarios o justicias. La cruz del calvario representa al fundador de la descendencia y en el nicho se colocan las cruces de los antepasados o xita, “los abuelitos de antes”.

El segundo elemento es el espacio interior, es decir, propiamente la capilla y que está presidido generalmente por un altar en cuyo nicho principal se coloca la imagen del santo protector de  la  familia al cual está dedicado el oratorio, acompañado de otros  santos,  Vírgenes y cruces  “de ánimas”.

Algunos de los oratorios se encuentran  profusamente decorados con pinturas murales, que datan del siglo XVIII y XIX, aunque algunas son de épocas más recientes.  Estos motivos ornamentales, espejo de su cosmovisión, son tanto religiosos como históricos que remiten al pasado chichimeca: conquistadores, indios con arcos y flechas, así como venados. En cuanto a lo religioso, hacen una singular interpretación de la Historia de Salvación, incluyendo pasajes bíblicos y vida de santos. Las pinturas,  hechas con “colores de tierra”, constituyen una mezcla de un singular barroquismo no académico, sin proporciones, sencilla e ingenua.

Las capillas, distribuidas mayormente en los pueblos de San Antonio de la Cal, San Miguel Tolimán y San Pablo Tolimán, así como en La Higuera y en la zona de El Carrizalillo, desempeñan un papel  fundamental en la vida familiar y comunitaria, ya que en ellas se llevan a cabo los rituales más importantes para el grupo: ahí se vela a los difuntos  de  la  familia, se rezan los  novenarios,  las  novias  dejan en ellas un ramo de flores de papel cuando se van a casar para anunciar que van a formar parte de la familia del novio, se vela a las ánimas de los antepasados  el  2  de  noviembre,  se  celebra la Navidad y el Año Nuevo. En  torno a estos eventos se reúne  la  familia extensa, los parientes, vecinos y amigos.

Actualmente no todas las capillas familiares tienen la función original con las que fueron construidas; algunas son utilizadas como bodegas o habitaciones; otras se encuentran en un avanzado estado de destrucción. Sin embargo, conscientes de que constituyen un elemento innegable de su identidad cultural, las comunidades se han propuesto rescatarlas del abandono y volverlas a su uso primero, como fuerte testimonio de su particular espiritualidad.

 

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