Por Miguel Aranguren |
Llega el fin de semana en el que los niños se disfrazan de vampiros y las calabazas abren una sonrisa amenazante. «¿Truco o trato?», caramelos o venganza, un escarmiento de huevos estrellados en la pared, de pedradas en el cristal y jugarretas de peor gusto.
Al invento lo llaman Halloween, y nuestros hijos lo conocen por el cine y por aquellas marcas comerciales que abrazan cualquier motivo con tal de vender sus productos a los compradores más compulsivos de la pirámide demográfica. Así, Halloween viene acompañada por una cascada de dulces, vestidos, disfraces, bebidas, cromos, artículos de broma, etc., habiéndose alcanzado el desafío de que cada noviembre venga marcado por tendencias propias: un horror a la moda, un terror de pasarela.
En Estados Unidos fueron los inmigrantes irlandeses quienes hicieron valer la noche de los muertos y las brujas. Aquí en España, mientras tanto, celebrábamos la irrupción de noviembre con un sentido homenaje a los difuntos, pero sin charangas. El primer día del mes lo dedicábamos a festejar a aquellos que ya han alcanzado la gloria, la unión con Dios, el Cielo, y viven (en un vivir inaprensible) en la morada prometida por el propio Jesucristo a aquellos que decidieran creer en Él y en su mensaje de misericordia.
Para la Iglesia, los santos cobran un papel relevante. Son los triunfadores y forman un ejército de paz integrado no sólo por aquellos a los que oficialmente se les reconoce aura y pedestal, sin duda una minoría entre la mayoría abrumadora que debe habitar los vergeles celestiales. Pedro, Santiago y Juan, apóstoles predilectos, fueron testigos de la transfiguración de su Maestro en el monte Tabor, en donde Jesús recibió en su cuerpo, durante unos instantes, la gloria que corresponderá a todos los que alcancen tan excelso premio. Pablo, apóstol de la gentilidad, después de una visión celestial escribió aquello de que «ni ojo vio ni oído oyó ni pasó por pensamiento del hombre cuáles cosas tiene Dios preparadas para los que le aman». Tras él, la Iglesia atesora la vivencia de innumerables personas a las que se les ha concedido el misterioso don de asomarse al más allá. Contemplaron no solo la dicha de las almas salvadas sino el arrepentido dolor de las que aún se purifican y el odio de aquellas que han rechazado la mano de Dios en el último instante de su existencia.
A las que sufren con esperanza, es decir, a las que permanecen en el Purgatorio para acrisolar méritos con los que llegar al Cielo, la tradición cristiana les dedica el segundo día de noviembre. Los cementerios se pueblan entonces de familias que van a adecentar las tumbas y nichos de los suyos. Los labios se endulzan en oraciones, el corazón con suspiros, y la cabeza de recuerdos.
Para la cultura occidental, que afirma la preponderancia del genio humano sobre la superstición y las religiones, es mucho más atractivo un Halloween con dráculas de cartón y huevos podridos que un día de Todos los Santos y otro de Difuntos, en los que la gente de buena fe reconsidera las postrimerías, esto es, que la vida es breve y que llegará un momento en el que tendremos que dar cuentas de nuestra conducta a un Ser superior al que podemos temer o amar como a un Padre. Para el posibilismo de la ciencia, de las leyes, del dinero…, Halloween disfraza la muerte con un juego, arrebatándole todo lo que tiene de instructivo, especialmente el dolor y la fugacidad del tiempo.
A mí, ésta la estética estadounidense de rostros blanquecinos y dientes sanguinolentos no me va. Prefiero seguir considerando los dos primeros días de noviembre como un punto de inflexión en el correr del año. La cercanía a los auténticos muertos me invita a elegir el «trato» frente al «truco» de las brujas de un almacén de disfraces.