Por Jorge Traslosheros H.|

Se llevó a cabo en Ginebra la reunión entre el Comité sobre la Convención de los Derechos de los Niños y la Iglesia. La causa formal es que la Santa Sede fue promotora y es adherente de dicha Convención desde 1990, por lo que acepta la supervisión del organismo. La material son los abusos contra menores perpetrados por algunos sacerdotes y religiosos. La reunión resultó fructífera, según reportes de prensa.

Sara Oviedo, de la ONU, expresó el gran malestar por la torpeza de la Iglesia al enfrentar el problema; pero también señaló que “el ejemplo que la Santa Sede debe dar al mundo debe sentar precedente”. Tiene razón.

Representaron a la Iglesia el arzobispo Silvano Tomasi, observador permanente ante la ONU, y el obispo maltés Carlos Scicluna quien fuera el Eliot Ness de Ratzinger contra estos criminales. Explicaron el proceso de reforma emprendido durante el pontificado de Juan Pablo II, vía Ratzinger, y profundizado por el mismo Benedicto XVI. También el interés de Francisco quien le ha dado continuidad, a través de una comisión especial con competencias globales. Su hombre fuerte, debemos agregar, es el cardenal de Boston Sean O´Malley, reformador de las iglesias de Estados Unidos e Irlanda. Es decir, explicaron el camino de la Iglesia para convertirse en ejemplo mundial de “best practices” ante este problema que no solamente afecta a los católicos. Hablaron con la verdad y es justo reconocerlo.

Observando los comentarios que suscitó el evento, me doy cuenta que existen asuntos difíciles de identificar, incluso para los observadores católicos; pero indispensables para comprender la labor de la Iglesia. Dos en particular.

1.- La Iglesia no es un Estado. En estricto sentido su firma en la Convención sólo afectaría a la Ciudad del Vaticano; pero la Santa Sede, lejos de escudarse, asume su responsabilidad creándose una situación única en el mundo. Un religioso que comete un crimen es responsable ante las autoridades del Estado acorde al derecho vigente; pero también ante la Iglesia por razón de su ministerio. Sin embargo, ante el primero su vinculación está fuera de su voluntad y puede implicar la coerción del Estado; pero su adhesión a la Iglesia es estrictamente moral, sin posibilidad de coerción.

Veamos. Si un obispo creara una cárcel para refundir a un clérigo sería procesado por privación ilegal de la libertad. Si lo llevara al Vaticano, además, cometería un crimen internacional junto con la Santa Sede. Ahora bien, la destitución de un sacerdote por mafioso es un acto moral sustentado en el Derecho canónico cuya validez es, precisamente, moral. Meterlo a la cárcel es un acto de coerción que sólo el Estado puede realizar. Cualquier acción de la Iglesia debe hacerse dentro de estas coordenadas morales y jurídicas. No hay alternativa.

2.- Desde esta perspectiva podemos identificar tres momentos en la persecución de estos criminales. Uno, las autoridades eclesiásticas —obispos, superiores religiosos y Santa Sede—, en colaboración con los laicos, deben hacer su tarea pastoral y jurídico-canónica. Dos, la Iglesia debe colaborar con las autoridades de cada Estado. Tres, las autoridades del Estado deben hacer también su trabajo judicial.

Como podemos observar, únicamente los dos primeros momentos están bajo el dominio de la Iglesia, razón por la cual en éstos se concentran sus esfuerzos. La Santa Sede ha marcado el camino y no hay peor ciego que el que se hace menso cualquiera que sea su condición, civil o religiosa.

jorge.traslosheros@cisav.org
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