Por Juan Gaitán |

Recientemente algunos amigos me han dicho –explícita o implícitamente– que están perdiendo “la fe en la Iglesia”. Eso me condujo a darle vueltas al tema: Hoy se escucha por todos lados que la Iglesia Católica es una institución en crisis.

Como resultado de esa reflexión elaboré este texto, en el que me propongo decir una palabra acerca de la realidad de esta “institución”, desde la perspectiva de su misión, evitando el complejo lenguaje teológico.

La misión de la Iglesia

Tuve la oportunidad de estar presente en un par de discusiones teológicas acerca del valor de los sacramentos. Los argumentos eran diversos, sin embargo, en la conclusión de los distintos bandos existía un evidente punto en común: Los sacramentos deben empujar a cada persona a vivir el Amor.

¡Eso es la Iglesia! Y lo que ésta es, no se puede separar de la misión que Jesucristo le encomendó: Amar, amar hasta morir y amar a todos, a amigos y a enemigos, ¡anunciar el amor!

Entonces, intentando encontrar alguna metáfora válida, se podría decir que la Iglesia es como una catapulta, cuya fuerza reside en la presencia del Espíritu de Dios, en la que cada comunidad cristiana es lanzada hacia la vivencia del Amor. Ésa es su esencia, de tal modo que si alguien cada ocho días se sube a la catapulta (sólo cada ocho días), la mira, la toca, la pule y barniza, pero no se deja lanzar hacia el encuentro amoroso con Dios y con el prójimo, especialmente con el prójimo necesitado, está teniendo una falsa participación en la Iglesia, una participación incompleta, a medias, que incluso corre el riesgo de ser hipócrita.

Eso sí, esta catapulta es especializada en pecadores, saetas imperfectas, piedras duras, quienes al permitir ser acogidos y amados por la comunidad, están recibiendo un gozoso empujón hacia su conversión.

Situación de crisis

Desde que la Iglesia es Iglesia, ésta ha sido santa y pecadora. Algunos discípulos de Jesús buscaron los primeros puestos, contrariando el mensaje del Maestro, Judas Iscariote fue uno de los doce y Pedro lo negó tres veces, además de que posteriormente fue reprendido por Pablo debido a su actitud nada amorosa con los cristianos conversos.

La santidad ha permanecido en la Iglesia a lo largo de sus veinte siglos de existencia, pero también en ella han residido pecados severamente graves. Si a la “situación de crisis” se le entiende como presencia de pecado, podemos decir que la Iglesia ha estado siempre en estado de crisis. Ahora bien ¿qué decir de nuestros tiempos?

Existen algunas perspectivas reduccionistas que limitan el juicio sobre el funcionamiento de la Iglesia. Por mencionar algunos: un análisis desde una postura atea la convertiría en una “institución vacía”, pues, de entrada, tanto su origen como su finalidad (misión) serían falsas (el amor de Dios). De este modo ni siquiera cabría decir que la Iglesia está en crisis, sino que carece de sentido.

Otro reduccionismo es hablar de Iglesia refiriéndose solamente al clero o, peor aún, a la Curia Romana, a lo que sucede dentro de los muros de la Ciudad del Vaticano. Ciertamente el clero es Iglesia, pero es una minoritaria parte de ella.

Quienes caen en este reduccionismo suelen también realizar un análisis de tipo sociológico de la Iglesia, cuantificando número de creyentes, cantidad de delitos, porcentaje de asistencia a misa, número “ex–católicos” protestantes, etcétera. Habría que ser conscientes de que el verdadero “valor” de la Iglesia es de carácter cualitativo. Será realmente difícil evaluar el número de personas transformadas hacia la plenitud del amor por el Espíritu de Dios a través de la Iglesia.

Entonces, ¿una institución en crisis o no?

Hay quien dice que los recientes escándalos de sacerdotes pederastas han acabado con la poca credibilidad que la Iglesia tenía. ¿Comparado con qué? ¿Con el momento exactamente anterior a los escándalos? Pues sí. ¿Con otras épocas? No lo sé. Pero lo que es seguro es que la conversión al Evangelio no se produce por el encuentro con la fachada (mediatizada) de una institución, sino por el encuentro experiencial con una Persona: Dios.

Ahora bien, este texto no pretende un carácter apologético, defensivo, sino más bien propositivo. Y para esto vuelvo a la metáfora de la catapulta, que me parece un buen criterio para evaluar la vivencia de Iglesia, tanto personal como de cada comunidad: ¿Mi pertenencia a la Iglesia me lanza al encuentro amoroso del necesitado? Donde la respuesta sea negativa, sí que se vive una situación de crisis, que es necesario transformar. Asimismo, me parecería un desperdicio desaprovechar la gran oportunidad de ser lanzados al Amor desde tan fuerte catapulta.

Eso sí, mucho tiene de cierto el famoso dicho: “Hace más ruido un árbol que cae que un bosque que crece.”

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