Por Jaime Septién |

Vladimir Putin, el hombre fuerte de Rusia desde hace más de una década, no es alguien que se deje impresionar fácilmente por las amenazas de castigos comerciales y boicots a sus políticas expansionistas.

Hombre durísimo, producto de las fuerzas secretas de la ex Unión Soviética, combina un hieratismo mediático con una figura de bajo perfil que le permite mangonear tras bambalinas, sin estar expuesto al escrutinio cotidiano, como lo están casi todos los presidentes o primeros ministros del G-7 más Rusia, el G-8.

Con la anexión de Crimea y el apoderamiento del estratégico puerto de Sebastopol, ha puesto a girar al resto del mundo, especialmente al presidente de Estados Unidos, Barack Obama, pues se trata, sí, de un acto de autoridad pero, sobre todo, de reforzamiento geopolítico.  Rusia puede controlar una ruta importante de petróleo, y tiene una salida militar al Caspio.

La caída del Muro de Berlín predecía el fin de la llamada Guerra Fría entre EE UU y Rusia.  No fue así.  Las bravatas de Putin y las respuestas de Obama nos muestran –una vez más- la cara oculta del imperialismo: el mundo es un corral y yo soy su dueño, mientras pueda.

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