Por Fernando Pascual |

Ante el suceder continuo de manifestaciones y más manifestaciones, necesitamos afrontar una pregunta fundamental: ¿representan las manifestaciones la voluntad de un pueblo? En otras palabras, una multitud de personas que salen a la calle, ¿tienen derecho a hacerse oír como si fueran la “vox populi”?

La respuesta no es simple. Los números de manifestantes, por desgracia muchas veces falsificados por los organizadores, por periodistas sin escrúpulos o por autoridades deseosas de engañar, no se explican sin suponer la existencia de un cierto apoyo popular. Pero en sociedades complejas y en ciudades excesivamente grandes, 200 mil manifestantes (si se llega realmente a esa cifra) no representan, en muchos casos, el verdadero sentir de las mayorías.

El ideal democrático se construye sobre un principio sencillo: cada persona puede expresar con un voto sus preferencias. Ese principio, ciertamente, no garantiza la justicia: hay votaciones democráticas que han permitido la aprobación de leyes sumamente injustas. Pero al menos, idealmente, permiten que la gente controle de algún modo las decisiones de los parlamentos y los gobiernos.

Por lo tanto, hay que recordar que la calle, en cuanto sede de manifestaciones populares, no es la sede de la representación de la gente. Las decisiones se toman sólo desde la mirada puesta en la justicia, y desde el respeto a los intereses sanos de los miembros de cada sociedad.

En pocas palabras, la calle no es el pueblo. En ocasiones coinciden, pero en otras una mayoría madura y sensata no sale a la calle ni aplaude, cuando se produce, la violencia de manifestantes que buscan imponer sus ideas a espaldas del pueblo que dicen representar. Es necesario recordarlo, para no caer en demagogias fáciles y para promover esa paz y ese respeto que permiten a la gente común, a los hombres y mujeres que trabajan y construyen, expresar libremente sus legítimas aspiraciones a la justicia y a la convivencia.

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