OCTAVO DÍA | Por Julián López Amozorrutia, rector del Seminario Conciliar de México |

La oración le da profundidad a la vida. Evita que las decisiones se precipiten, que las dificultades nos desorienten, que las sorpresas nos arrebaten la paz. La oración nos coloca delante de la sonrisa permanente del buen Dios, que no deja nunca de anunciarnos su amor. Nos conforta en las tristezas, nos impulsa en las batallas, nos da la certeza de su dulce compañía.

En la Cuaresma, la oración cobra el rostro de la Palabra como iluminación para el camino de la existencia. «Lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mi sendero» (Sal 119,105). La fuerza de la palabra de Dios proviene justamente de su capacidad de penetrar hasta lo más hondo de nuestra profundidad como personas. «Porque la palabra de Dios es viva y eficaz, más tajante que espada de doble filo; penetra hasta el punto donde se dividen alma y espíritu, coyunturas y tuétanos; juzga los deseos e intenciones del corazón. Nada se le oculta; todo está patente y descubierto a los ojos de aquel a quien hemos de rendir cuentas» (Hb 4,12-13). La lectura orante de la Sagrada Escritura, especialmente de los Evangelios, es por ello una de las acciones privilegiadas de este tiempo litúrgico.

El que faculta a recibir la palabra de Dios como tal y acogerla en la fe es el Espíritu Santo, quien también es descrito en la Escritura en la clave de la profundidad. «Dios nos lo ha revelado por el Espíritu; pues el Espíritu lo sondea todo, incluso lo profundo de Dios. Pues, ¿quién conoce lo íntimo del hombre, sino el espíritu del hombre, que está dentro de él? Del mismo modo, lo íntimo de Dios lo conoce sólo el Espíritu de Dios. Pero nosotros hemos recibido un Espíritu que no es del mundo, es el Espíritu que viene de dios, para que conozcamos los dones que de Dios recibimos» (1Co 2,10-12).

Sobre esto explicaba Juan Pablo II: «Otra propiedad atribuida por san Pablo a la persona del Espíritu Santo es el ‘sondear’ todo… Este ‘sondear’ significa la agudeza y la profundidad del conocimiento que es propio de la Divinidad, en la que el Espíritu Santo vive con el Verbo-Hijo en la unidad de la Trinidad. Por eso, es un Espíritu de luz, que es para el hombre maestro de verdad… Su ‘enseñanza’ tiene como objeto, ante todo, la realidad divina, el misterio divino, pero también sus palabras y sus dones al hombre… La visión que el Espíritu Santo da al creyente es una visión divina del mundo, de la vida, de la historia; una ‘inteligencia de fe’ que hace elevar la mirada interior muy por encima de la dimensión humana y cósmica de la realidad, para descubrir en todo la realización del plan de la Providencia, el reflejo de la gloria de la Trinidad» (Catequesis del 10 de octubre de 1990).

Benedicto XVI leía en esta misma clave el compromiso cotidiano del cristiano. «La Palabra divina ilumina la existencia humana y mueve a la conciencia a revisar en profundidad la propia vida, pues toda la historia de la humanidad está bajo el juicio de Dios… En nuestro tiempo, con frecuencia nos detenemos superficialmente ante el valor del instante que pasa, como si fuera irrelevante para el futuro. Por el contrario, el Evangelio nos recuerda que cada momento de nuestra existencia es importante y debe ser vivido intensamente, sabiendo que todos han de rendir cuentas de su propia vida… La misma Palabra de Dios reclama la necesidad de nuestro compromiso en el mundo y de nuestra responsabilidad ante Cristo, Señor de la Historia» (Verbum Domini, n. 99).

Publicado en el blog Octavo Día, de El Universal (www. eluniversal.com.mx), el 4 de abril de 2014. Reproducido con autorización del autor: padre Julián López Amozorrutia. 

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