Por Jorge E. Traslosheros H. |
Francisco pronunció una homilía memorable el día de la canonización de los dos papas. Pasó casi desapercibida en los medios, pero dejó al descubierto su talante místico, es decir, de un hombre de espiritualidad contemplativa abocado a la acción, porque es capaz de leer los signos de los tiempos de manera casi intuitiva.
Cuando se piensa en la espiritualidad del Papa es necesario remitirse a su primera homilía, pronunciada ante los cardenales la mañana siguiente de su elección. Ahí recordaba que, la vida del católico debe estar marcada por tres momentos necesarios: caminar confiados en Dios, para edificar la Iglesia, confesando a Cristo crucificado, pues quien no le reza a Dios le reza al Diablo, remató recordando las palabras de Charles Péguy. Afirmaciones que constituyen su único programa de gobierno y que ha mantenido fielmente.
En la homilía de las canonizaciones volvió con fuerza sobre aquellas palabras y las proyectó de manera concreta de cara al gran evento de la Iglesia en los años por venir. Tres momentos de su discurso quiero recordar.
En su primera parte vuelve sobre la relación entre el apóstol santo Tomás y Jesús resucitado. Insiste en una variante interpretativa que llama a reflexión pausada. Un giro muy de Francisco. Lejos de criticar al apóstol por sus dudas, que por lo regular se hace, lo pone como ejemplo a los cristianos de hoy. Sólo por sus llagas es posible reconocer a Jesús. Sus heridas permanecen después de la resurrección y por eso son, al mismo tiempo, escándalo y comprobación de la fe. En otras palabras, interpreto, la esperanza, esa absurda virtud de los humanos como diría el mismo Péguy, tiene fuertes asideros; pero estos son las llagas de un crucificado. El motivo de nuestra esperanza es también razón de escándalo.
En un segundo momento, el Papa nos presenta a Juan XXIII y Juan Pablo II a contrapelo de la conseja mediática, incluida la católica. No fueron superhéroes, tan sólo hombres que no se avergonzaron y “tuvieron el valor de mirar las heridas de Jesús, de tocar sus manos llagadas y su costado traspasado”, capaces de reconocer al Nazareno en cada persona que sufría. Y por esto fueron capaces de dar testimonio al mundo de la Iglesia, de la misericordia y bondad de Dios. Una forma de ser, agrego, de la cual son partícipes creyentes, agnósticos y ateos. Reconocer nuestra común humanidad en el dolor de quienes han sido lastimados por la cultura del descarte es accesible a la razón, cuando se deja llevar por una mirada de misericordia. El crucificado, parece decirnos el Papa, es la persona que posibilita el encuentro de los seres humanos en el espacio común de la razón y la bondad.
Francisco remata su homilía con la sencillez del discípulo. Nos recordó que muy pronto la Iglesia realizará dos sínodos para tratar el tema de la familia. Sabe bien que la familia está entre los grandes damnificadas de la cultura del descarte, que de ella hoy casi nadie se ocupa y que en ella se juega el presente y futuro de nuestra sociedad. Por eso, ante la urgencia pastoral, cultural y social, pidió la intercesión de los dos pontífices santos para leer los signos de los tiempos con mansedumbre y valentía, para “adentrarnos en el misterio de la misericordia divina que siempre espera, siempre perdona, porque siempre ama”.
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