Por Fernando Pascual |
El periodista tiene una responsabilidad muy grande. En sus manos está escoger de qué hablar, cómo hacerlo, a quiénes dirigir sus reflexiones. Puede “informar” y “formar” a miles de personas, desde lo que dice y desde lo que la gente interpreta al recibir lo comunicado con mayor o menor claridad por cada periodista.
Por eso la Iglesia habla y orienta a los periodistas católicos sobre su trabajo. Por eso también Juan XXIII, el Papa del Concilio Vaticano II, llevaba en su corazón el deseo de ayudar a quienes trabajan en los medios de comunicación social.
Como ejemplo de ello, podemos recordar algunas ideas que Juan XXIII expuso en un discurso dirigido a la Unión católica de la prensa italiana (4 de diciembre de 1960). Tras los saludos, y una breve alusión a las “lamentables deficiencias y peligros en el sector de la prensa”, el Papa quiso indicar lo que era más urgente y necesario en esta profesión, con recomendaciones que serían válidas no sólo para los periodistas católicos, “sino para todos los que trabajan con vosotros en nombre de la rectitud y de la verdad y defienden los hermosos ideales que son comunes a los hombres de buena voluntad”.
Luego el Papa enumeró los tres consejos que deseaba ofrecer a sus oyentes: “la preparación, la cooperación y coordinación fraterna, la sensibilidad cristiana de los periodistas católicos”.
Primer consejo, la preparación profesional. Si toda profesión que implica ciertas responsabilidades en la sociedad requiere largos años de especialización, también el periodista necesita un aprendizaje. En concreto, el Papa Roncalli recordó varias características a adquirir: “El periodista necesita la delicadeza del médico, la facilidad del literato, la perspicacia del jurista, el sentido de responsabilidad del educador”.
Para completar la idea, añadió que no basta al periodista “saber informar y ser informado”, sino que tiene que conocer las técnicas de información, y “no perder el tiempo en inútiles audiciones y lecturas, para que se afine la sensibilidad y se posea el arte de saber escoger, entresacar y revestir las noticias”. Además, para no caer en un “profesionalismo puro”, hace falta sostener el trabajo desde “el espíritu de oración y de caridad, por un impulso de apostolado”.
Segundo consejo: la caridad. “Esta caridad os invita a estar unidos en la fe y la acción, en las convicciones e ideales, en las fatigas y afán militante”. Por eso el Papa invitaba a los periodistas a la unidad y a trabajar para que también los bautizados estuviesen unidos entre sí y confiasen en la Iglesia.
Más en concreto, Juan XXIII exhortaba a los periodistas a ayudar a los católicos a dejarse “ganar cada vez más por el método cristiano de pensar, de valorar, de decidir por encima de las tentaciones de la singularidad, del resentimiento y del interés; a no dejarse engañar por las apariencias de una libertad mal entendida que se convierte en intolerancia de toda reprensión y de toda disciplina”.
El Papa insistía, además, en la importancia de “poner en guardia contra ese espíritu mundano que explotan especiales corrientes de pensamiento y costumbres modernas, que intentan por todos los medios sustraer a la sociedad a la influencia del Evangelio de Cristo, a las enseñanzas de la Iglesia, a los eternos valores de verdad divina, de amor, pureza y apostolado con que floreció la civilización cristiana”.
Tercero consejo: la sensibilidad cristiana. A través de la misma, el periodista católico penetrará toda su acción con el “buen olor de Cristo” (cf. 2Cor 2,1). Esa sensibilidad cristiana se aplica “en todo y con todos para que llegue a todos el testimonio de la sinceridad unida al respeto, de la claridad de ideas unida a la madurez de pensamiento y de expresión”.
En el marco de este tercer consejo, Juan XXIII añadía una reflexión personal que también hoy ayuda a la hora de encontrar un periodismo más cercano a la gente:
“Aprovechamos la ocasión de este encuentro familiar para confiaros que, al examinar periódicos y diarios, solemos encontrar con sensible pena una fraseología a veces hermética, ampulosa, desproporcionada, o bien áspera, agresiva y polémica sin necesidad. Esto es exponente de la penetración por doquier de una costumbre, a veces hasta en los anuncios publicitarios, en las crónicas de acontecimientos deportivos y exhibiciones folklóricas regionales”.
¿Cómo debería afrontar el periodista católico estos errores? Según este discurso, “el periodista católico debe preservarse de esta costumbre de pensar y de escribir, que corrompe el genuino sentido de la cortesía, de la educación, del método cristiano que quiere convencer con nobleza persuasiva y atraer con razones y no con sugestiones”.
La sensibilidad cristiana se manifiesta, además, en varios ámbitos. Uno se refiere al “modo de presentar y no presentar una determinada crónica y los contornos de un suceso escabroso y turbulento y en ello sigue los imperativos de la recta conciencia y no fines más o menos confesables”.
Otros ámbitos de esta sensibilidad cristiana recordados por el Papa se refieren a “no escatimar los elogios, especialmente a personas que viven aún, en no atribuir todos los méritos a una sola parte, a una organización, sino saber seleccionar lo que edifica, siempre que se ofrezca para estimular y establecer fecundos contactos”. Lleva también a “manejar la historia de los que nos precedieron, a no olvidar las enseñanzas del pasado, a valorar toda buena manifestación del espíritu humano en el transcurso de la vida de los pueblos”.
A la vez, esta sensibilidad ayuda a recordar lo que se refiere a lo bello, lo verdadero y lo bueno. Para ello, el periodista debe tener presente un patrimonio del pasado que no puede quedar en el olvido, como ocurre cuando uno se fija prevalentemente en lo efímero o en “las habladurías de lo transitorio”.
Preparación, caridad, sensibilidad cristiana. Son tres consejos ofrecidos por un Papa anciano y lleno de afecto hacia quienes trabajan en el mundo de la información. Un mundo al que el Evangelio tiene mucho que decir, precisamente porque los periodistas pueden influir profundamente en las ideas de las personas, como recuerda el decreto “Inter mirifica” aprobado por aquel Concilio Vaticano II que fue convocado por el mismo Juan XXIII.