Por Mónica Muñoz |

Hay un dicho popular muy simpático, que la verdad, nunca escuché completo, pero que insinuaba una respuesta lógica: “si la envidia fuera tiña…”, con el que cualquiera puede imaginar a las víctimas de este mal, manifestado en manchas rojas por cara y cuerpo, todo por culpa de ese dañino sentimiento que invade a quienes desean los bienes de los demás.

Así es, para entender mejor qué es la envidia, pongo una definición muy clara: se trata de un sentimiento de tristeza, dolor y enojo, provocado por el deseo de tener las posesiones de otra persona, ya sea materiales, físicas o espirituales.  De esta situación se alimentan los cuentos y telenovelas que tanto éxito tienen en libros, cine y televisión, basta recordar el relato de Blanca Nieves o recurrir a cualquier teledrama nocturno, donde siempre aparecerá en escena una heroína que sufrirá horrores, gracias a los celos de su antagonista.   Y, como bien lo ilustran esas historias, si la envidia no se controla, puede llegar a provocar situaciones extremadamente incómodas o peligrosas.

Por eso, como lo dicta la sabiduría popular, es verdad que cuando alguien sufre por causa de la envidia, lo hará notar con su comportamiento.  Recuerdo el caso de una jovencita muy linda, simpática y amiguera, que, lejos de contar con la amistad de todas sus compañeras de grupo, era blanco de habladurías y chismes de algunas de ellas, menos agraciadas.  Incluso una de sus maestras la trataba mal, sin razón aparente.  Tanto la molestaron que, como era de esperarse, la pobre chica terminó dejando la escuela.

En efecto, la envidia es un sentimiento destructivo y poderoso, no solamente para la persona envidiada, sino, por sobre todo, para el envidioso.  Alguien así no vive tranquilo, pierde su energía deseando mal al otro, a quien ve como un enemigo, piensa todo el tiempo en él y se desgasta de tal manera, que desperdicia tontamente lo que ya tiene para ser feliz.  Si no, leamos en el libro del Génesis de la Biblia, lo que ocurrió a Caín con respecto a Abel, a quien envidió tanto que terminó matándolo. (Génesis 4)

Porque todos tenemos la oportunidad de aprovechar nuestras habilidades, aptitudes y capacidades, reconociendo que, lo que cada uno va obteniendo en esta vida, es un don de Dios, que se consigue con trabajo y esfuerzo, pero también por la providencia divina, que no nos abandona ni un instante.

Todos conocemos casos de personas que han alcanzado éxito en sus empresas gracias a su empeño y dedicación.  Sé de una mujer que, proviniendo de una familia humilde, ella y su esposo han logrado progresar con un negocio de jugos y comida, actualmente muy próspero, gracias a que diariamente se levantan a las cinco de la mañana para empezar a preparar lo necesario para la venta del día. Además, son muy generosos y conscientes de las necesidades de sus empleados, y con mayor razón de sus familiares, amigos y hasta desconocidos, a quienes ayudan sin pensar cuando lo requieren.

Seguramente hay gente que los envidia, sin embargo, tienen el remedio a  la mano: trabajo honrado y tenaz, confianza en Dios y ayuda al prójimo.  ¿No conocían la fórmula? Es muy simple.  Dios ama al que da con alegría,  dice San Pablo a los Corintios. (2ª Corintios 9,7).  Cuando uno se interesa por ayudar a los demás, al Señor no le ganamos en generosidad.  Podemos comprobarlo en cualquier momento.  Puede pasar cuando invitamos a comer a un hermano y llega acompañado de más gente.  Si ofrecemos de corazón lo que tenemos, la comida rendirá.  Si ayudamos económicamente a una persona apurada, aunque sea con poco, pero con el deseo sincero de aliviarlo, el dinero se multiplicará.  Si animamos a un enfermo con nuestra presencia y compañía, nunca estaremos solos.

Recordemos que cada obra buena tendrá una recompensa.  Pero si lo hacemos por amor a Dios y al prójimo, incrementarán su valor y sus efectos.  De esta sencilla manera, nos libraremos de la envidia.  Compartir es la mejor forma de deshacernos de cualquier sentimiento negativo, y, con nuestro ejemplo, motivaremos a otros para que deseen seguir nuestros pasos.  Y lo más importante, la gracia de Dios actuará en nosotros, ayudándonos a ser mejores personas, más humanos y sensibles a las necesidades de nuestros semejantes.

Por eso, despojémonos de la envidia y trabajemos en la caridad.

 

 

 

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