OCTAVO DÍA | Por Julián López Amozurrutia |

Hace diez años, el Papa Juan Pablo II tuvo su última vacación de verano en Les Combes, Valle d’Aosta. Mientras se encontraba ahí, expresó esta reflexión:

«En este remanso de paz, ante el maravilloso espectáculo de la naturaleza, se experimenta fácilmente cuán benéfico es el silencio, un bien hoy cada vez más raro. Las numerosas oportunidades de relación y de información que ofrece la sociedad moderna amenazan a veces con quitar espacio al recogimiento, impidiendo a las personas reflexionar y orar. En realidad, sólo en el silencio el hombre logra escuchar en lo más profundo de la conciencia la voz de Dios, que verdaderamente lo hace libre. Y las vacaciones pueden ayudar a redescubrir y a cultivar esta indispensable dimensión interior de la existencia humana» (Ángelus del 11 de julio de 2004).

Vacación, en su origen etimológico, significa estar libre, disponer de tiempo. Para algunas personas, se trata de un auténtico privilegio. Para otros, como muchos estudiantes, es parte normal de los ciclos anuales. Para los padres de familia, es el desafío de los hijos que quedan a la intemperie de los ritmos escolares seguros, ante lo cual se vuelve urgente buscar opciones, que van desde saturarlos de nuevo de actividades variadas hasta confiar sus mentes a la nodriza segura de la pantalla cinematográfica, televisiva o de la red.

Educar para el descanso es un curioso desafío. Romper la mecánica ruidosa para continuar el cultivo de nuestra humanidad. Aficiones, gustos, actividades pendientes, todo esto puede favorecer el reencuentro personal. Visitar amistades, fortalecer vínculos humanos, pasar tiempo con los seres queridos, son también opciones valiosas.

Juan Pablo II hablaba del silencio. Hace unos días un arquitecto me confiaba la honda impresión que le causó entrar a una cámara de silencio que utilizaban para medir el impacto ambiental en ciertas construcciones. De pronto, escuchar el silencio despertaba sonidos cotidianos perdidos en el frenesí, como la propia respiración o el latido del corazón. Puede incluso resultar insoportable.

En su mejor versión, el silencio nos abre a la intimidad. Según el gran Papa santo, a la oportunidad de reflexionar y orar, que la desbordante información y la acelerada actividad del mundo contemporáneo tantas veces bloquean. Es la reconquista de la propia identidad, la sorpresa renovada del gusto de existir, el rescate de la sensibilidad fundamental.

Un descanso puramente secularizado puede olvidar que el cultivo de la propia condición humana pasa por la relación con el Creador. Es el sentido del descanso festivo, cuya enseñanza atraviesa las encíclicas sociales, desde la Rerum novarum. Ello incluía el reclamo de un justo descanso como parte de los derechos laborales, que aún hoy parecería necesario recordar. Porque hay muchos seres humanos a quienes simplemente se les niega -o ellos mismos se niegan- la posibilidad real de un descanso.

Entre quienes tienen la fortuna de descansar, se cuentan algunos vacacionistas que se saturan de nuevos ruidos. Suman impactos sensibles que los fatigan y les hurtan el acceso al corazón. Obedecen al ritmo del cansancio, que se vuelve estado permanente, sin ilusión, sin esperanza. Aceptan el aparente descanso como una fuga momentánea. Para retornar después a la maquinaria inhumana de la producción y la competencia. Les convendría mejorar la calidad de su aparente reposo.

En un pasaje evangélico conmovedor, Jesús lleva a sus discípulos a un lugar retirado, a descansar, después de que han llevado a cabo una fatigosa misión (Mc 6,30-32). La institución judía del sábado tiene como sentido precisamente el necesario compás de la vacación semanal, y el cristiano ha asumido esa misma dinámica el domingo. En períodos más amplios, las vacaciones pueden ser una auténtica bendición. Si se aprovechan.

Publicado en el blog Octavo Día, de El Universal (www. eluniversal.com.mx), el 18 de julio de 2014. Reproducido con autorización del autor: padre Julián López Amozorrutia.

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