Por Fernando Pascual |
Nos ocurre con bastante frecuencia: deseamos un día de sol, o menos tráfico en esa calle, o más batería en el coche. De repente, la sorpresa y la contrariedad: ocurre todo al revés, no conseguimos lo deseado, y el corazón empieza a sufrir.
La vida está llena de situaciones en las que nuestros deseos quedan insatisfechos. Entonces la sensación de derrota o de fracaso puede dominarnos.
Esos momentos, sin embargo, ayudan a crecer si los asumimos con una actitud serena y desprendida. En primer lugar, porque el mundo no está a nuestros pies: mil circunstancias y mil personas pueden intervenir en la marcha de los hechos hasta obstaculizar nuestros planes.
En segundo lugar, porque todo en esta tierra tiene un carácter provisional, caduco. Incluso aquellas cosas que alcanzamos y “salen bien” están sujetas a la fragilidad. ¿No hemos visto alguna vez caer y romperse algún jarrón o algún aparato al que estábamos muy apegados y que conseguimos tras muchos esfuerzos?
En tercer lugar, porque el “fracaso” puede abrir nuestros ojos a tantas situaciones humanas de pobreza, de miseria, de llanto. Conseguirlo todo (no ocurre, pero si ocurriera…) nos encerraría en un mundo de satisfacciones que drogarían el alma. Al revés, una contrariedad respecto de nuestros deseos y planes puede convertirse en el inicio de una actitud más comprensiva y atenta a quienes viven cerca o lejos.
Además, ¿no tenemos que reconocer en ocasiones que deseábamos cosas malas? No haberlas conseguido nos libra de consecuencias dañinas, si bien todavía tenemos que purificar el corazón por el tiempo en el que deseamos y trabajamos por metas equivocadas.
Los deseos insatisfechos y los fracasos son parte de la vida humana. Aceptarlo no es simplemente una conclusión filosófica para vivir más tranquilos, sino un paso para abrirnos a nuevos horizontes, para dejar más espacio a la confianza en Dios, y para reconocer las necesidades de nuestros hermanos.