Por Francisco Xavier Sánchez |

En estos días (9 de Agosto) he celebrado la primera comunión de dos sobrinitas mías en Los Ángeles, California. Sus papás tienen 16 años de haber llegado, de manera ilegal, a los Estados Unidos. Desde entonces no han regresado a México.

En Los Ángeles se puede tener prácticamente todo lo que es mexicano: idioma, comida, música, etc. Sin embargo hay algo que no se puede tener y es la totalidad de la familia. Hay algunos(as) que desgraciadamente están solos en los Estados Unidos, toda su familia se quedó en México. Hay otros que –como mi prima y su esposo– tomaron el riesgo de cruzar la frontera con su pareja y después ya en los E.U. nacieron sus hijos. No hay nada como la distancia geográfica para saber valorar lo que no tenemos juntos a nosotros. A causa de mis estudios viví más de once años fuera de México, pero en Francia yo tenía papeles y vivía una situación migratoria legal, eso cambia todo.

Vivir sin papeles es algo muy difícil y esto en el país que sea. Vivir permanentemente con el temor de ser deportado, viviendo, o más bien sobreviviendo, haciendo lo que sea y al precio que sea, es algo tremendo. ¿Por qué existen las fronteras y los muros? ¿Por qué existe el norte (ricos) y el sur (pobres)? Estoy convencido de que esto no es voluntad de Dios sino egoísmo humano. Dice la canción de León Gieco: “Sólo le pido a Dios”, lo siguiente: “Sólo le pido a Dios que el futuro no me sea indiferente: desahuciado está el que tiene que marcharse a vivir una cultura diferente”.

Tal vez por eso amar y cuidar al “extranjero(a)” es uno de los temas preferidos en la Biblia, porque finalmente todos somos extranjeros en la tierra. Estamos de paso, como Abraham, en busca de nuestra tierra definitiva que no es un lugar geográfico sino una actitud, un comportamiento específico  ante la vida.

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