Por Felipe de J. Monroy,  Director Vida Nueva México |

Inaceptable. Nada justifica la orden (ni la obediencia) de esculcar a niños y niñas como parte de la seguridad que el Estado mexicano estableció durante los festejos patrios. Simplemente, no hay vergüenza suficiente para mirar las imágenes donde menores que apenas pueden andar son palpados e inspeccionados por la Policía Federal y decir que “solo era cuestión de seguridad” o que “la orden fue revisar a todos sin excepción”.

Es cierto que la inseguridad en México es un tema preocupante para todos y que un evento donde está convocada una multitud para escuchar a artistas de moda y para ver al presidente de la República cumplir con la tradición del grito de independencia requiere un despliegue de prudente seguridad. Lo que hay que preguntarse es: ¿Para quién es ese tipo de seguridad? ¿Para qué o por qué se especificó que gendarmes armados y entrenados palparan a todos los menores de edad?

Ignoro si a los asistentes a la celebración les haya provocado cierto temor o inquietud las carriolas donde algunos padres de familia llevaron a sus vástagos a ver el grito o si una niña de apenas dos años de edad, enfundada en un vestido rosa y ballerinas de satín les representara una amenaza. Sé que no sintieron temor al subirse a un extraño autobús con la promesa de unos desconocidos de que recibirían un lunch y cien pesos para ir al zócalo a divertirse. No sintieron temor aunque en la demarcación donde los invitaron a subir a esos anónimos transportes hay una tasa de 1.5 secuestros por día y el principal modo de operación de los plagiarios es precisamente el engaño y la oferta de premios inexistentes.

Quizá por eso no cuestionaron el que la policía militarizada haya ‘basculeado’ a sus hijos e hijas menores de edad, aunque esta corporación recibió 2,529 quejas el sexenio pasado y que en el presente sexenio se lleva su buena cuota de las 10,000 denuncias que recibió la Comisión Nacional de Derechos Humanos, entre las que se encuentran “desapariciones forzadas, ejecuciones extrajudiciales, tortura y tratos crueles e inhumanos” según el propio organismo. Queda claro que las órdenes de registro no eran ‘para la seguridad de ellos’ ni tenían un ‘para qué’ útil y eficaz en mente.

Insisto en que de ningún modo podría justificar tal acción pero hay que reconocer que tenemos un vergonzoso antecedente cultural que hace desconfiar. ¿Por qué el exceso de las fuerzas federales? ¿Habría alguna razón para sospechar el que algún adulto utilice a los menores para pasar alcohol, drogas, armas a un evento donde todo eso está prohibido? ¿Deberíamos preocuparnos si los niños se usan de escudos humanos, mulas traficantes, mercancía barata o como el simple subproducto de desecho en la industria de la muerte?

Con tristeza debemos asentir. El absurdo de la mexicanidad kafkiana vuelve junto a cada tragedia. Lo testificamos recientemente en Baja California Sur después del paso del huracán Odile que destrozó gran parte del Pacífico mexicano: hordas irracionales orientando su sed de rapiña hacia los centros comerciales, robando televisores para una ciudad sin energía eléctrica, llevándose bicicletas para esos caminos destrozados, sustrayendo motonetas ante la escasez de gasolina, cerveza para remediar el desabasto de comida y agua potable.

¿Por qué el exceso de la policía? Porque el absurdo es posible. Porque no solo padecemos una cultura corrupta, también sufrimos liderazgos cuestionables y cínicos, porque hacer el bien, obrar correctamente es relativismo puro; porque el acarreo no es solo político, porque sentir temor y tomar ventaja es código de supervivencia: temor de los otros, ventaja de mis fuerzas; temor del otro, ventaja de sus carencias.

Algo de esto lo retrató crudamente José Agustín en su Ciudades desiertas, donde Susana y Eligio viven su relación bajo esa tensión de miedo y dominación. Hay un pasaje, justo a la mitad de la novela, en el que ambos viajan en un coche en carretera en medio de las interminables planicies norteamericanas. Para Eligio, el campo es monótono, aburrido, está vacío. Susana le dice: “todavía no te sintonizas con estos campos, son un espejo, mi amor, reflejan el cielo, ¿te has fijado qué cielo?” Con ello Susana quiere decir que en esa tierra y bajo ese cielo, ella encuentra todo para vivir; mientras Eligio no encuentra absolutamente nada. A lo largo de la novela, la pareja expresa temor y ambos sacan ventaja del temor del otro, el resultado es una relación absurda, dolorosamente absurda.

Francisco  advierte en Evangelii Gaudium  que en esto hay “un relativismo todavía más peligroso que el doctrinal. Tiene que ver con las opciones más profundas y sinceras que determinan una forma de vida”. Y sentencia que tal ‘relativismo práctico’ es “soñar como si los demás no existieran”. Y más vale despertar, porque en ese sueño toda crueldad, injusticia, indiferencia, abuso o egoísmo son ese absurdo posible. @monroyfelipe

 

 

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