Por Jorge Traslosheros H. |

Hemos vivido un intenso Sínodo sobre la familia. Nada de lo dicho es definitivo, así que un poco de prudencia en el juicio sería conveniente. Falta llevar las inquietudes a las comunidades católicas del mundo, la realización de otro Sínodo el próximo año y la Exhortación Postsinodal que elaborará el Papa. Sólo entonces tendremos una voz autorizada sobre la cual se tomarán decisiones pastorales de gran calado. No obstante, ya podemos observar ciertos asuntos que marcan el rumbo.

Con alegría constatamos que el Concilio Vaticano II ya forma parte de la cotidianidad de la Iglesia. El Concilio aplicó un método que marcó su historia y ha orientado, desde entonces, la pastoral, la teología y el magisterio, como ahora el Sínodo. Para renovarse es necesario volver a la raíz, pues sólo desde el origen se puede proponer a Jesús en el tiempo presente, siempre en fidelidad al Evangelio y la tradición, valorando lo que de constructivo existe en las diversas experiencias humanas y denunciando con valentía las injusticias.

Los reportes del Sínodo nos muestran un conjunto de inquietudes, no conclusiones, que dejan en claro cuatro asuntos: la presencia de la teología originaria; la comprensión de la gradualidad en la historia de salvación de cada persona; una serie de cuestionamientos muy valientes y; la incuestionable fidelidad a la doctrina de la Iglesia sobre el matrimonio. Fieles a la herencia del Concilio Vaticano II, los padres sinodales buscaron la raíz y la encontraron en la teología originaria que sustenta la idea de la gradualidad en la historia de salvación. Es sencillo.

La religión católica no es un conjunto de predicados morales, sino una puerta abierta a la relación entre Dios y los seres humanos en contextos históricos precisos. De las diversas realidades sociales y culturales surgen las reflexiones morales y los principios de convivencia que, en ocasiones, toman la forma de disciplina canónica. Lo importante es entender que el origen de la moral y la disciplina se encuentra en la relación con Dios que, para el cristiano, es su amistad con Jesús. Cuando se invierte la relación caemos en el pecado del puritanismo porque negamos la confianza en Dios.

La vida, entonces, se nos revela como un camino de salvación porque puede conducirnos a Dios. Es la vereda de la santidad que única y solamente los pecadores pueden recorrer. Siempre será necesario recordar que la santidad no es un estado de iluminación ética, sino el camino de los pecadores y que éste, para los cristianos, es Jesús de Nazaret.

Cuando lo anterior se comprende queda clara la realidad más auténtica de una cultura católica: la ley de la gradualidad. Quiere decir que, en la búsqueda de Dios ascendemos paso a paso, nunca linealmente, acompañados por la comunidad y fortalecidos por el Nazareno. En cada etapa del camino se mezclan nuestros pecados que nos detienen y la gracia que nos impulsa. No hay estados puros. La conversión es nuestra forma natural de caminar. Jesús miró con misericordia a la mujer adúltera y le pidió no pecar más. Luego la perdonó setenta veces siete. Esa mirada le dio la vida porque Jesús es la vida.

Conscientes de que el origen de la pretensión cristiana es que Jesús es el camino, la verdad y la vida; atentos a la gradualidad del camino de salvación, los padres sinodales abordaron la discusión sobre la familia y los retos pastorales echando mano de la metodología “ver, juzgar, actuar”, tan latinoamericana. Fieles al Evangelio, la tradición y al Concilio, nos llenaron de inquietudes sin dar respuestas. El momento no ha llegado.

Entre muchas cosas, nos invitaron a buscar las semillas de verdad que existen en los matrimonios civiles, en las parejas de hecho, en las vivencias de los divorciados y de los divorciados vueltos a casar, en el temor de los jóvenes para comprometerse y en sus anhelos de lograrlo, y también en la realidad de los homosexuales. No negaron un punto la verdad y la belleza que viven quienes gozan de un auténtico matrimonio sacramental, pero lejos de entenderlo como el estado de los privilegiados, los llamaron a la misión. Es urgente su compromiso solidario y subsidiario con quienes requieren de acompañamiento. Es el tiempo de la caridad en la verdad (ver la encíclica de Benedicto XVI).

Los padres sinodales nos sacudieron, ¡qué duda cabe! Nos recordaron que para el católico no existen zonas de confort porque es Dios quien siempre toma la iniciativa, nos sorprende y desestabiliza, nos impulsa a más y mejor. Sin esto, doy testimonio, no existe belleza en la vida del católico.

Los padres sinodales cargaron con su pobre humanidad y tuvieron la osadía de asumir el origen de la pretensión cristiana. Por eso aplicaron la ley de la gradualidad, sus palabras provocaron sorpresa y estuvieron cargadas de novedad. No dijeron propiamente algo nuevo. Quienes seguimos el acontecer eclesiástico sabemos que estos asuntos se discuten constantemente. Lo que pasa es que la mirada de Jesús renueva todas las cosas.

Con gozo observo que durante el Sínodo, en el Vaticano, se ha paseado a sus anchas quien desde la Cruz ha sido, siempre, locura y escándalo para el mundo (1 Cor, 1: 18-25).

jorge.traslosheros@cisav.org
Twitter: @trasjor

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