Por Alberto Suárez Inda, Arzobispo de Morelia |
Siguiendo el desarrollo del Sínodo de los Obispos sobre la Familia, que tiene lugar en Roma, son dignos de atención los testimonios que han dado las parejas de esposos de diferentes países ante esta asamblea eclesial. Algunos de los matrimonios invitados llevan más de cincuenta años de casados y son abuelos, otros están viendo crecer a sus hijos y otros los acompañan en la época del noviazgo y del discernimiento para formar una nueva familia.
El Evangelio de la familia, es decir, el proyecto de Dios sobre la misma, es algo sublime. Pero más admirable es la vivencia y realización de ese Evangelio en la práctica de las virtudes, que se resumen en un amor fiel y perseverante.
Las promesas que los novios pronuncian el día de su boda son muy exigentes precisamente porque incluyen ese horizonte del “para siempre”. Aunque puedan cambiar las circunstancias, se presupone el propósito de mantener la fidelidad durante todos los días de la vida.
El enamoramiento es bello, pero con frecuencia pasajero; por lo cual tiene que madurar y purificarse para llegar a ser un verdadero amor. Esto supone un camino de discernimiento, la intervención de la razón y la voluntad, más allá del sentimiento. En el rito del matrimonio no se pregunta a los novios si están enamorados, más bien si en verdad quieren y están decididos, libres de presión alguna, para asumir esta opción.
La cultura actual, con todos sus riesgos, ofrece la oportunidad de vivir con mayor plenitud y autenticidad la vocación de hijos de Dios que han de actuar por amor y con responsabilidad. El gran peligro, que ya advertía San Pablo, es usar la libertad como pretexto para vivir de manera egoísta; la tentación mayor es el individualismo, que llega a destruir toda relación social. Detrás de la grave crisis de la familia está ciertamente una ideología que penetra de manera globalizada las costumbres y el pensamiento, y que viene a pervertir el verdadero sentido de la libertad cristiana.
La acción pastoral que hoy se nos exige en la Iglesia supone la formación de personas capaces de responder con generosidad y perseverancia al amor de Dios en el amor al prójimo. La oración que dirigimos en estos días a la Sagrada Familia de Jesús, María y José sostenga el ejercicio cotidiano de la caridad para que cada hogar sea el lugar ordinario para vivir el encuentro con el Misterio de Dios que es Amor (cf. 1Jn 4,8).